“Los mejores candidatos son admitidos y los mediocre obtienen lo que merecen: ser rechazados”. O al menos eso queremos pensar, porque nos reconforta sentir seguridad en la moralidad y conveniencia de las normas sociales que nos gobiernan.  En la psicología, a la creencia que cada quien obtiene lo que merece se la llama la falacia del mundo justo, un sesgo cognitivo del que pocos son conscientes.  Todos los que hemos sido premiados sin merecerlo, o castigados sin merecerlo, sabemos que nadie recibe siempre lo que merece, aunque siempre alberguemos la esperanza de que al final, se hará justicia. Así sufrimos menos.

Ante el cambio de metodología de admisión en el TEC, muchos se indignaron por el rechazo inesperado que recibió algún hijo o hijo de sus amigos, todos provenientes de los colegios mejor financiados. Dicen que los chicos se esforzaron, sus padres también, y ellos no tiene por qué asumir las consecuencias de la inequidad social que viven otros.  Inclusive, un exministro de Educación tildó el cambio como un ejercicio inútil, porque asegurar la equidad social, admitiendo a jóvenes de los sectores más vulnerables de la sociedad, era un objetivo imposible de cumplir.  Según él, con esa medida se desperdicia muchísimo talento, recursos y dedicación, pero se equivoca.

Todos los alumnos que fueron admitidos al TEC cumplieron con el criterio institucional de elegibilidad, lo que implica que la totalidad de los alumnos aceptados cuentan con el perfil de ingreso mínimo necesario para aprovechar su proceso de aprendizaje y cumplir, con éxito, su plan de estudios.  Por eso, no hay razones para suponer que, por aceptar a un 11% de su población entrante de colegios modestos, el TEC tenga que bajar el nivel de enseñanza o que los chicos vayan a fracasar. Argüir que el prestigio de la universidad y del país se deteriorará en consecuencia es un clásico y falaz argumento de pendiente resbaladiza.

De igual manera no se puede asumir que todos los alumnos de colegios privados, casi una cuarta parte de los admitidos, sean más calificados, más aún cuando es bien sabido que la inflación de notas existe y que algunos colegios manipulan los puntajes de ingreso de sus alumnos, para mejorar las notas de presentación, aumentar los porcentajes de admisión, y así, su propia reputación.

Los alumnos de telesecundarias, nocturnos, liceos rurales, de territorios indígenas, educación de adultos y programas de educación abierta todos tienen nombre y rostro también.  Podrían ser mejores alumnos. Ciertamente los destaca la perseverancia, la cualidad que más se correlaciona con el éxito profesional y personal. Muy a pesar de las pésimas condiciones educativas a las que fueron sometidos durante años por el Estado costarricense, pudieron concluir el ciclo de educación diversificada con buenos promedios, lo que, en Costa Rica, y en particular bajo esas inconvenientes modalidades de enseñanza, es una verdadera hazaña.  También son excelentes candidatos, porque a pesar de no haber recibido una formación elitista, aportan perspectivas diversas e inclusión en el campus, lo que enriquece la calidad de las interacciones sociales y el aprendizaje en toda la comunidad universitaria.  Igual tendrán que seguir arrastrando con la pobreza un tiempo más y necesitan el apoyo.

Las universidades públicas deben entender su misión.  Si una universidad pública no resulta ser un vehículo de movilidad ascendente, entonces no tiene razón de ser.   Asegurar la equidad social y la reducción de la pobreza con excelencia es su obligación, por encima de cualquier otra, por más difícil que sea de cumplir.  Rendirnos ante esa necesaria y loable tarea sería la verdadera tragedia.

La política del TEC podría mejorar.  Si solo un 11% de la población estudiantil en Costa Rica se egresa de la secundaria privada, lo razonable sería aceptar solo a un 11% de esa categoría.  Los alumnos de colegios privados, no solo están doblemente representados, sino que reciben subsidios del Estado innecesariamente.  Eso sí que es un desperdicio de talento, recursos públicos, y dedicación.

Ciertamente mucho talento se queda por fuera de las universidades públicas. Siempre se ha discriminado y no siempre por idoneidad, lo que ha desalentado a miles de personas durante décadas. Nuestro sistema educativo sigue derrochando talento, y lo sigue haciendo en la educación superior: cada vez que excluyen a un alumno calificado estableciendo numerosas barreras de entrada y salida inútiles y siempre que se dejan de ofrecer cupos en las universidades públicas para favorecer económicamente a sus funcionarios.

Durante décadas, los gobiernos le han dado la espalda a más del 50% de la población universitaria y además han permitido el despilfarro de recursos por parte del MEP y otras entidades estatales, cerrándole las oportunidades a niños en edades de preescolar y primaria, así como a chicos de secundaria. Ninguno de los que exigen justicia hoy han levantado la voz en defensa de estos niños y jóvenes merecedores.  Con lo que invierte en educación, Costa Rica podría ofrecer oportunidades educativas para todos; pero el que desperdicia y descuida, nunca tiene.

Quizás este episodio sirva para reflexionar sobre los procesos de admisión en las universidades públicas de forma integral. El Estado no puede desentenderse de los problemas de calidad que él mismo generó, cerrándole las puertas a los mismos alumnos que graduó en la secundaria.  El Estado no debe subsidiar la formación de algunos alumnos, cuando no puede subsidiar la formación de todos, y menos subsidiar a los alumnos de familias adineradas.

En este momento de una severa crisis económica, hablemos de posibilidades. Partamos del hecho de que todos los egresados universitarios empezarían a devengar bienes privados con inversiones públicas, por lo que Costa Rica podría otorgar préstamos blandos a todos los alumnos del sistema, para que todos los egresados de todas las universidades devuelvan el dinero prestado, y así se pueda autofinanciar la educación de todas las siguientes generaciones. El resto del dinero podría ser asignado a otras prioridades nacionales, como la atención de centros de cuido y la universalización de la educación preescolar. Las universidades públicas deberían cobrar el costo real del servicio educativo que ofrecen a quiénes pueden pagar, y vender servicios educativos a los alumnos internacionales, como fuente de ingreso para brindar mayores posibilidades de acceso a las poblaciones más vulnerables y a todos los alumnos más talentosos.  Las consecuencias de la inequidad social las seguiremos viviendo todos si no resolvemos pronto.

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