La transformación global no es progresista, ni mucho menos; las posibilidades tecnológicas se inscriben en el marco de relaciones globales violentamente desiguales e higiénicamente pornográficas. Un modelo que se identifica con lo obsceno del imperativo de la transparencia que se mueve entre el éxtasis de la información y el excesivo e infundado optimismo individual.
Este esquema se nos presenta como una sociedad pasteurizada, dirigida, cómo no, por la dictadura del capitalismo en su versión subrepticia que llamamos neoliberalismo. La cantidad de personas que trabaja remotamente, por ejemplo, ha crecido en un 400% desde el año 2010 y el 99% de las personas, si pudieran, elegirían trabajar remotamente, al menos en tiempo parcial; según datos de la división de estadística de la OIT.
Sin embargo, solo cerca del 57,4% de las personas tiene acceso a internet en el mundo desarrollado y en los países de renta media y baja, este porcentaje disminuye hasta un 47,8%. En nuestro país, entre las personas de 5 a 18 años que asisten a escuelas y colegios y que viven en los hogares de mayor ingreso, el 80% tiene buena conexión a internet, mientras que entre los más pobres disminuye a solo el 37%. Para muchos estudiantes la conectividad se logra solo por el celular: entre los de menor disposición de ingresos (1º quintil) el 48% solo accede al internet por el celular y un 10% no tiene ninguna conexión.
Es decir, estamos ante un sistema en el que subyace un axioma perverso: que la revolución digital esconde miles de trabajadores hiperexplotados, esconde diferencias silentes y marginalidades observantes, ajenidades excluidas y, por supuesto, indiferencias enemigas que provocan a su vez otredades enemigas. Y acaban reproduciendo esquemas de desigualdad y logro.
La información es entonces valor, para el sistema, pero la intimidad es reprochable, es decir, la transparencia es una obligación patente dentro de este nuevo esquema de un “yo empresario”. El neoliberalismo, entendido como una forma de mutación del capitalismo, y la digitalización, nos aísla y nos hace empresarios de nosotros mismos. Esto provoca que la otredad se perciba como una competencia o una sombra en nuestras pantallas, agresiva, ida y taciturna.
Hemos internalizado este sistema a tal punto que ya no necesitamos refuerzos externos, como la coerción física, para su persistencia. Pasamos de un espacio biopolítico (como lo apuntaría Foucault) y arribamos a un espacio psicopolítico (como dice Byung Chul Han). Nos dirigimos, más aceleradamente debido a la pandemia, hacia una sociedad de rendimiento, de vigilancia perenne que se identifica con una obscenidad perpetua, en donde se proscribe la intimidad y el exceso de datos es la norma.
Esto provoca una pérdida de efectividad de la comunicación, en primera instancia, y seguidamente una consecuente despolitización del interés del individuo. El medio es fundamentalmente irreflexivo producto de la instantaneidad de la información, un fenómeno compuesto tripartitamente por el ámbito de pérdida de la privacidad, la fugacidad del hecho colectivo y la pérdida de la dimensión de la distancia.
Una sociedad cansada, que no sabe por qué lo está, pero que no se permite decírselo en voz alta, porque tal aceptación se traduce en fracaso inmediato del proyecto personal. Explota hasta el agotamiento, infunde la apariencia de autorealización personal hasta no poder más, es decir, “me vuelco en el trabajo hasta caer rendido”.
La otrora explotación ajenista de cuño marxista cede ante una apropiación alienante harto más efectiva como lo es la idea del emprendedor de sí mismo. Que sabe vender que todos pueden ser emprendedores, pero no dice que no todos pueden ser emprendedores exitosos.
Pasamos de una sociedad disciplinaria a una sociedad de rendimiento, de un sujeto de obediencia a un sujeto del ego. Pero la optimización personal es una trampa, una forma de autoexplotación total. De ahí que tendencias como el “coaching”, la motivación y la idea de la mejora de la competitividad, son aspiraciones recurrentes. Vale más, en este tipo de sociedad, ser proficiente en el uso de “Excel”, que saber reconocer a Shostakóvich o recordar un poema de Rimbaud.
El “fracasado” dentro de los cánones de este paradigma, es quien no logra la realización de la empresa personal, que falla en la autoexigencia y acaba comparativamente ansioso o deprimido. Este es el “Smart Power” neoliberal de nuestra modernidad.
Conduciéndonos a un estado de apetencia perpetua, el deseo como pulsión, reivindicando hasta la deuda como un atajo a la apariencia de éxito y concomitantemente hace del cuerpo, de la apreciación de lo estético, un fin en sí mismo.
Un “influencer”, por ejemplo, gana unos 10 000 euros en la plataforma de YouTube, con medio millón de seguidores, por mencionar una marca o hacer un “unboxing”, mientras que un maestro, en promedio en nuestra América Latina, gana unos 675 euros por 20 horas de aula.
El neoliberalismo entiende el sujeto como proyecto, nunca como sujeto. De esta forma el fracaso va por cuenta propia del individuo y no del sistema. Como corolario de lo anterior aparecen expresiones y locuciones de lo más perversas: “es pobre porque quiere” o mandatos al estilo de “vaya a coger café”.
Hay una elección, un voto de transparencia por lo apetecible, una transparencia que parece voluntaria y no lo es, que promociona la sobreabundancia de lo idéntico y una afabilidad aparentemente empática con las causas sociales, pero desmemoriada y ciega a las condiciones de fealdad reales. Genera una falsa filantropía que romantiza la pobreza (titulares que dicen algo como: “niño indígena viaja 4 kilómetros a pie para ir a la escuela, día a día). Y todos alabamos su tesón indiscutible pero el sistema obvia el hecho que detrás de ello hay una condición de exclusión inatendida y nominaliza la causa, deviniendo en perversas formas de subsidiariedad como la responsabilidad social empresarial, al mismo nivel del “selfie” entregando el diario.
El individuo debe poder siempre. No puede no poder. Quien dice “no puedo” sufre de una presión coactiva que lo mueve a revisar su dicho. Como resultado de ello la ansiedad promueve la hiperactividad y la ultraproductividad acaba por ser una forma de tedio depresivo.
Es mejor “aparecer” que “ser”. La sociedad hiperproductiva exige el ocultamiento de lo feo como condicionante óntico, no le interesa el “struggle”, que es una cacofonía, sin embargo, concomitantemente demanda desnudez y transparencia. Se valora la exposición y cada quién es sujeto de su propia publicidad.
Este tipo de desencuentro elimina la distancia efectivamente, pero exige a cambio la hipervisibilidad; la información es total en la que la granja de metadatos es una nueva forma de alfabetización. Proscribe el silencio y los espacios vacíos: en suma, el mundo es la representación teatral de un mercado en el que se venden y consumen intimidades prostéticas.
La red se torna una suerte de dictadura de la transparencia, cada quien es policía de sí mismo y de los otros, el “me gusta” es un amén digital, Twitter un confesionario móvil y Facebook la sinagoga del mundo.
Asistimos a una ordalía en la que hasta la seducción es higiénica en donde se promueven formas de voyerismo festivo cual Guernica digital al comando de Google. Lo político se basa en la destrucción del espacio de lo público para dar paso a la visualización de lo íntimo, el discurso se pauperiza y los individuos, aislados ahora, son completamente incapaces de ser colectivos (solitud alienada, como diría Negri), su única participación se erige entorno del ego de la imagen, ante lo que sucumbe el valor de la idea.
Este espacio vacío se sustituye por el campo del dataísmo: cada dato un valor. Gustos, apetencia y hasta parafilias son las monedas de cambio del grupo del inconsciente digital, fundamentalmente maleable, peligrosamente predecible que vuelve la decisión, a sotto voce, un secreto irrealizable. Un deslumbramiento cuantitativo que arrastra desigualdades, otredades observantes resolutamente silenciadas, que da cuenta de nuestros patrones de conducta (pensemos en el algoritmo PageRank de Google, por ejemplo) y hace que el futuro no sea sino una cosa fabricada.
Así termina por transformarse la alienación y la explotación física, en convencimiento e hiperexplotación individual sin culpables, una ideología del conocimiento indiferente, que conduce a una falsa sensación de libertad que impide cualquier arrebato de resistencia.
Una construcción en sintonía con burbujas de información modeladas por algoritmos, como diría Eli Pariser, en donde se nos presentan solo aquellas secciones del mundo que nos gustan. Así termina diluyéndose la esfera de lo público en beneficio de un cansancio acrítico, (seudo) estético y neoliberal.
A la sana distancia, como nos dice Sofran Foer: todo ha sido iluminado.
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