El proyecto de ley sobre el CONESUP y las universidades privadas (expediente 21.578) ha sido comentado y analizado en muchas formas, pero tengo la impresión de que no se ha comprendido el enorme daño que haría establecer una acreditación obligatoria para las universidades privadas, no así para las públicas, y además ejercer un control de precios sobre la matrícula y colegiatura de las primeras. En su presentación el proyecto, como suele ocurrir, está lleno de consideraciones que si uno no las piensa un momento suenan razonables. En este caso no lo son. Se requiere un nuevo proyecto, sin duda, pero que sea para liberalizarla, modernizarla e impulsarla a retar todas las estructuras y paradigmas existentes en las leyes que actualmente regulan la educación superior.

El supuesto básico del proyecto de que lo público es bueno y lo privado es malo, o cuando menos cuestionable; es a todas luces inaceptable. Las universidades públicas tienen facultades excelentes —ingenierías, ciencias de la salud, matemáticas y estadística, etc.— pero también tienen algunas facultades débiles, cuyo único mercado de empleo es un sector público ya sobredimensionado y sobrecompensado. Esto no es casual, francamente creo que así ha sido diseñado. Hay otras facultades en esas mismas universidades tan pobres en su resultado, que gradúan profesionales en carreras cuya mejor opción de empleo es UBER y otras plataformas similares; porque ni su formación, ni su título, los preparan para la vida que se debe enfrentar en los mercados de empleo modernos, donde se necesitan profesionales con destrezas blandas, capacidades analíticas, pensamiento crítico y capacidad de adaptación, que en ellas no adquieren.

Es cierto que lo mismo puede decirse de las universidades privadas. Las hay excelentes en general y en algunas carreras, pero también las hay de mala calidad y con formación pobre en contenido, impacto y forma. Mejorar la transparencia de sus datos de graduación y empleo haría más por eliminarlas que toda la regulación del mundo.

Entre las mejores públicas y privadas hay algunas que se aproximan al modelo universitario que ofrece una formación integral —humanista, centrada en cultura y valores, técnicamente robusta y exigente, etc.—; que despliegan centros de investigación, centros de pensamiento e incidencia, participación activa en la sociedad, y un enfoque centrado en la transformación del medio en que operan a través del trabajo individual y colectivo de sus graduados, cuerpos docentes y estudiantado. Pero en mi opinión, la principal característica de una buena universidad en el mundo de hoy, es su capacidad de evolucionar, para aprovechar la velocidad y magnitud con que cambian los factores del contexto; para renovarse y responder de nuevas maneras a las necesidades reales de la sociedad que sirve.

Y eso justamente es lo que se debe asegurar que las universidades ofrezcan al mercado. Una amplia gama de opciones que incluyan desde modelos centrados en graduar profesionales competentes para el futuro de la nación y el bienestar de cada estudiante y su familia; hasta modelos en que se valoren igual o más las contribuciones científicas y analíticas al progreso social, la prosperidad económica y la sostenibilidad ambiental de la nación, la región y el mundo.

El valor de una universidad no puede ser reducido a una sola o unas pocas dimensiones impuestas por razones políticas o ideológicas. Más bien, hay que estimularlas para que, innovando constantemente, alcancen excelencia en el enfoque que hayan decidido darle a su contribución a la sociedad.

En las naciones más desarrolladas la oferta universitaria incluye aquellas grandes universidades que tienen el enfoque integral, que gradúan de manera eficaz y eficiente a profesionales aptos para ejercer una profesión y renovarse tantas veces como el volátil contexto les exija en el futuro; que generan nuevos conocimientos en el límite de cada ciencia, tema y carrera; despliegan propuestas de cambio en temas de relevancia para la sociedad en que operan, o interactúan con los sectores de la sociedad para —en alianza con ellos— plantear propuestas para la solución de sus problemas o el aprovechamiento de sus oportunidades de prosperar.

Pero también incluye modelos mucho más centrados en algunos de esos enfoques. Hay universidades que se concentran en graduar profesionales bien preparados para aprovechar las  oportunidades que ofrece el mercado laboral de cada contexto; mientras hay otras que, aunque son centros de enseñanza, miden su éxito principalmente por la calidad y cantidad de investigaciones académicas y científicas que publican sus profesores e investigadores; y otras que también forman jóvenes para el futuro, pero que se concentran más en ser centros para el análisis y la solución de problemas reales de las sociedades a las que sirven. Los tres modelos, así como otros más innovadores, son válidos; y las entidades de acreditación más avanzadas, hoy ofrecen flexibilidad de criterios para acoger la vocación de cada universidad en su esencia, en vez de tratar de regularlas a todas hacia un modelo único.

Sin embargo, aún esa flexibilidad no es suficiente. En los contextos más avanzados hemos visto surgir en tiempos recientes centros de formación superior en que sus asistentes no estudian una carrera en el sentido tradicional, sino que llevan cursos y asesoría de profesores e investigadores en uno o varios centros de enseñanza; y más que para una profesión, “se preparan para la vida”, adquiriendo conocimientos y destrezas en temas de su interés, creciendo como individuos, desarrollando capacidades esenciales para su futuro, pero sin imponerse etiquetas o títulos que, lejos de fortalecerlos, los encasillan; en un momento en que la creatividad, la flexibilidad y la capacidad de adaptación son esenciales.

¿Cómo calzaría con este obtuso sistema de acreditación obligatoria una persona que quisiera formase en fundamentos de biología y química, filosofía e historia, realidad nacional, economía del comportamiento, matemática y análisis de datos, finanzas y estrategia para emprendedores, al mismo tiempo que como trabajo de graduación desarrolla un emprendimiento que mezcle partes de o todo lo anterior? En lo que se propone en la ley nunca tendría un título ni sería colegiado, pero yo definitivamente lo querría en mi organización, cualquiera que ésta fuera.

Darles a las universidades públicas el 1.33% del PIB a través del FEES, además de sus ingresos operativos por colegiatura, contratos y donaciones para investigación, y pagos por servicios cuando terceros utilizan sus recursos; y al mismo tiempo imponer acreditación obligatoria y control de precios a las universidades privadas, va a resultar en que se detenga la innovación y transformación necesaria de nuestro sistema de educación superior.

Hay que confiar más en el mercado. Los estudiantes y sus familias son perfectamente capaces de discriminar entre las opciones de educación superior que se les ofrecen. Lo mismo los empleadores que rápidamente detectan la calidad de los graduados de una y otra universidad en términos de competencia profesional, destrezas y valores. La regulación, si va a haber una, debe ser sobre transparencia, pues así cada universidad deberá fortalecer su oferta para hacerse más atractiva y, cuando el precio supere el valor ofrecido, el producto o servicio se dejará se comprar y demandar. El consumidor —en este caso las familias, los estudiantes y las organizaciones contratantes— pagarán por el valor que reciben y, cuando éste no sea suficiente, buscarán opciones.

Controlar y poner tarifas máximas implica limitar la capacidad de las universidades para invertir en innovación, tecnología, infraestructura, investigación e incidencia. Y me temo que ésta precisamente puede ser la agenda, altamente ideológica, de quienes proponen limitar la libertad de las universidades privadas para ofrecer al mercado las opciones que quieran.

Ya pronto veremos ofertas realmente innovadoras entrar al mercado educativo y —en esta era de educación virtual— amarrar de pies y manos a las universidades privadas, equivale a entregarle el mercado nacional de educación superior a multinacionales que se ofrecerán en línea, o que ofrecerán algunos cursos acá y otros en el extranjero o en línea, entregarán los títulos legalmente en cualquier nación, y desplazarán a organizaciones que sí tienen el interés nacional como bandera. Ya tenemos un obtuso sistema de colegios profesionales que son a la vez acreditación, barrera de entrada, control de calidad y más. Montarle encima un sistema de acreditación obligatoria con tarifas controladas no hace ningún sentido.

Más bien, si se insiste en mantener el FEES como un porcentaje del PIB, lo que corresponde es convertir una amplia porción de dicho fondo en recursos para becas y préstamos de CONAPE, para que cada estudiante decida dónde quiere invertir los recursos a los que, gracias a esta institución, tendría acceso. Así se crearía una dinámica de competencia que mejoraría la calidad, el impacto, y la relevancia de las universidades públicas y privadas al competir por los recursos que el Estado haya decidido poner a disposición de la educación universitaria; en vez de ser una especie de “botín sin costo” para seguir llenando de privilegios y derechos sin obligaciones a muchos docentes y empleados de las universidades públicas. Y antes de que me caigan encima, como ya dije, hay excelencia y mucha en las universidades públicas, que estoy seguro también crecerían en recursos e impacto con este modelo de distribución del FEES.

Al final, en educación superior, es clave abrir el mercado a la ruptura de paradigmas, la creatividad y la innovación, pues los modelos del pasado cada vez hacen menos sentido en este mundo que cambia de manera acelerada y, requiere de nuestros futuros profesionales, justo lo que esta ley vendría a limitar, si no es que a matar.

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