Creo que fue Paco Umbral. Decía que en la literatura no deberían existir personajes enfermos. O que la enfermedad no alcanza como argumento. O que nadie desea leer sobre las desventuras de un enfermo.
Algo así.
No estoy muy seguro acerca de la fuente ni del momento en que lo leí. Pero sí recuerdo que mientras lo leía, pensaba en Andrea, mi novia de cole, y en su fascinación por El paciente inglés. Y pensaba en los libros de Oliver Sacks que me enseñó Guillermo, mi amigo psiquiatra, cuando apenas empezábamos la U. Y pensaba, naturalmente, en Virginia Woolf y en su ensayo De la enfermedad.
Según entiendo, ese texto se publicó The Criterion, la revista que dirigía T.S. Elliot. Era 1926 y, probablemente, en Europa buena parte de los hombres estaban muertos o eran heridos de guerra. Woolf, que conocía bastante de quebrantos de salud, se mostraba sorprendida acerca del poco interés que había suscitado la enfermedad como tema literario.
Para ese momento, quizás, había unas pocas excepciones. Se me ocurre El pabellón número 6 de Chejov, La montaña mágica y por ahí alguno que otro relato de Gorki. Y estaban, cómo no, esos otros relatos sobre pestes y pandemias que hoy, con tantísima insistencia, nos recomiendan los suplementos culturales de periódicos y revistas: Defoe, Tucídides, Bocaccio...
En términos generales, sin embargo, los temas literarios seguían siendo más o menos los mismos: guerra, amor, celos, misterio y, de repente, algunas divagaciones fantásticas.
Ahora bien, es probable que Virginia Woolf no lo conociera... O quizás sí lo conocía y omitió referirse a él debido a una comprensible precaución. Lo cierto es que en 1919 se publicó un libro brutal. El diario de un naturalista inglés que fue diagnosticado con esclerosis. Diario de un hombre decepcionado de W. N. P. Barbellion: un libro que uno nunca le regalaría al compa hipocondríaco ni a la tía enfermiza.
Barbellion, seudónimo de Bruce Frederick Cummings, inició el dichoso diario cuando sumaba, si acaso, 13 años y lo acabó poco antes de morir a los 30 años. De su lectura se puede colegir un hecho, en sí mismo, fatídico: para vivir es indispensable olvidarnos de nosotros mismos, y la enfermedad o, mejor dicho, la amenaza de enfermedad, anula toda posibilidad de olvidarse de uno mismo.
Tal vez porque soy un masoquista. Tal vez porque estoy empeñado en tomar malas decisiones, al menos, una vez por semana. La cosa es que estos días de confinamiento estuve releyendo el libro de Barbellion y caí en cuenta de algo: con toda seguridad, el rasgo más doloroso del 2020 es la incapacidad de abstraernos de nuestra inminente degradación física.
Hoy somos, ante todo, carne subjetiva, materialidad, corporalidad. Pero no en un sentido de goce, sino en un sentido doliente, de riesgo: que tosiste, que te tosieron, que te tocaste la nariz, que olvidaste lavarte las manos, que te rascaste los ojos.
Y en medio de esta situación límite, desde todos los flancos, se lanzan feroces admoniciones acerca de los privilegios que asisten a los respectivos adversarios. Se denuncian los privilegios de los funcionarios públicos. Se denuncian los privilegios de los grandes empresarios.
Y se habla de las Zonas Francas….
Y se habla de los sindicatos y los profesores universitarios...
Y se habla de Horizonte Positivo...
Y de los arroceros...
Y de los hombres blancos heterosexuales…
Hace unos días, mientras impartía un curso sobre narrativa, propuse el siguiente ejercicio: cada uno de los estudiantes debía escribir un diálogo entre el “yo” actual y el “yo” de hace 15 o 20 años. Cuando llegó el momento de discutir los resultados, una chica se quebró anímicamente y mencionó que no estaba en condiciones de continuar la dinámica. Luego, al cabo de unos minutos, nos confesó que recién venía saliendo de una cirugía oncológica y que, justamente, estaba llevando el curso como parte de su terapia de recuperación.
Escuchar a esa estudiante en un momento tan grave terminó de convencerme de que, a menudo, hablamos de “privilegios” de manera totalmente desenfadada. Es más, podría afirmarse que es casi una pirotecnia retórica. Dicho de otro modo, acusamos los privilegios de los otros cuando nosotros, la mayoría de las veces, estamos apoltronados en el privilegio más incontestable: la salud.
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