En Inglaterra, en el siglo XVI, el rey Enrique VIII dictó una legislación que obligaba a todo propietario tierras a destinar una parte de ellas al cultivo de cáñamo para la fabricación de las velas de los barcos. Este cultivo, hasta entrado el siglo XIX fue vital para la industria, en especial para la producción de fibras de papel y textiles, siendo el competidor directo del algodón. No fue sino hasta los años 30 del siglo pasado que su producción se vio duramente afectada, en especial por la Marihuana Tax Act del año 1937 en los Estados Unidos, que, junto con otra serie de acciones legales, impactó considerablemente la producción de este producto agrícola en América Latina y otras partes del mundo, principalmente por sus usos psicotrópicos.
El cáñamo fue incluido en una lista negra de drogas en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 (de la cual Costa Rica es parte) en virtud de su similitud con la marihuana. Esta estigmatización del cáñamo por los efectos psicotrópicos de su prima más sexy, y sobre todo la represión a su producción, ha evolucionado dramáticamente en los últimos años, sobre todo impulsada por la existencia de variaciones agrícolas que permiten su producción con un bajo nivel de THC, que es su componente con efectos psicotrópicos.
Por ejemplo, en 2018 se aprobó el Farm Bill en los Estados Unidos, que nueve décadas después, legaliza la producción del cáñamo a nivel federal, considerándolo un producto agrícola, diferenciándolo eso sí de la marihuana, cuya producción sigue estando prohibida en algunos estados. Las proyecciones del crecimiento de la industria del cáñamo son alentadoras en Estados Unidos, en donde se le conoce como el trillion dollar crop.
La principal utilización industrial del cáñamo es textil, dado que su fibra mejora considerablemente la durabilidad de las prendas de vestir y una hectárea produce el doble de tejido que una de algodón, lo que incide considerablemente en su rentabilidad. Dentro de sus muchos otros usos se incluye la papelería, alimentación animal, producción de energía por medio de biomasa, y desde luego su uso medicinal.
La planta de cannabis tiene dos componentes de gran relevancia médica: el THC y CBD. Múltiples estudios clínicos han evidenciado la importancia de estas sustancias para el tratamiento médico de enfermedades tan diversas como el glaucoma, la anorexia, el síndrome de Tourette, enfermedades autoinmunes o el asma. La diferencia principal entre ambos componentes es que el CBD no produce efectos psicotrípicos, pero es efectivo en la reducción del dolor, el tratamiento de la epilepsia y el tratamiento de enfermedades mentales. Existen a la fecha varios medicamentos derivados del cannabis, que cuentan incluso con la aprobación de agencias como la FDA de los Estados Unidos.
El proyecto de ley 21.388 que promueve la diputada Zoila Volio, propone la legalización del cáñamo para fines industriales, y si bien el presidente de la República anunció el respaldo a la producción industrial de este cultivo, limita ese respaldo a la producción de CBD, excluyendo el THC, sin que se hayan externado a la fecha motivos técnicos para ello, guiándose en apariencia simplemente por el estigma de que el THC puede utilizarse como psicotrópico, perdiendo de vista que la idea es legalizar la producción para fines industriales, no recreativos.
El THC hoy día no tiene un uso exclusivamente recreacional, sino tiene una utilización importante como medicamento, en especial para enfermedades graves, de allí que exista gran demanda de producción de cannabis bajo estrictos controles de manufactura que aseguren su utilización farmacéutica. Limitar la producción al CBD es quitarle un importante componente al atractivo de esta industria, y restar las oportunidades de que se realicen fuertes inversiones en una industria por lo limitado del cultivo.
En cualquier caso, no debe perderse de vista que incluso, el uso recreativo de la marihuana es objeto de una revisión importante en muchos países, que transitan cada vez más de la despenalización a la legalización del consumo. Sin embargo, esta parece ser una discusión que quedará para otro momento, pero sin duda no muy lejano.
Otros productos agrícolas, como el tabaco o la caña de azúcar, tienen usos mucho más nocivos y adictivos para la salud pública, y no sólo se permite su cultivo y producción, sino que incluso el propio Estado participa de la producción y comercialización de productos recreativos derivados de ellos, como sucede con el guaro, cuya producción no sólo es el producto estrella de la Fábrica Nacional de Licores, sino incluso monopolio del Estado.
Más allá de los mitos y estigmatizaciones, no existen argumentos médicos, técnicos, morales ni mucho menos económicos que legitimen impedir la producción de un cultivo, cuya utilización se destinará a fines industriales y que podrá desarrollar una industria de alto valor añadido que generará empleo y desarrollo al sector agrícola nacional.
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