Si la recreación ya era una actividad a cuyo acceso existía limitación por cuestiones de clase, en el actual contexto esa limitación se agrava aún más, con el cierre de los espacios públicos -parques-, la inasistencia a los centros educativos y el tener que mantenerse en casa, donde condiciones desiguales en el confinamiento son un hecho objetivo y comprobado.
Por supuesto, comprendo y respeto las políticas promovidas por las autoridades de gobierno, así como considero que las acciones desarrolladas a partir de criterios técnicos y científicos han sido fundamentales en Costa Rica para contener el avance de la enfermedad COVID-19, por lo que debemos reconocer que hasta el momento las medidas sanitarias han sido acertadas y necesarias para este fin.
Por otro lado, sabemos que parte de los retos de estas medidas, consisten en las afectaciones a la vida cotidiana de toda la población y los trastornos que esta modificación genera. Particularmente me interesa que pensemos en los niños y niñas, quienes ven reducido su espacio de socialización al ámbito familiar, donde la carga emocional que manejan los otros miembros de la familia (temor por adquirir la enfermedad o que alguien más de su familia la adquiera, reducción de ingresos familiares, pérdida de empleo, y el propio encierro, entre otros) se transfiere a los niños y niñas, que muchas veces no comprende completamente lo que pasa y no recibe el acompañamiento debido, ya que no existen condiciones a nivel familiar para hacerlo, por los motivos señalados anteriormente y otras situaciones que estaban presentes antes de la pandemia.
Para agudizar la situación, un recurso privilegiado en estas épocas es el tiempo de uso de las pantallas, en todas sus versiones. Esta situación genera en niñas y niños a corto plazo un aumento en los trastornos del sueño, del humor, trastorno en los horarios de comidas, y a largo plazo serias implicaciones que han sido ampliamente estudiadas en varias investigaciones y son especialmente severas en niñas y niños pequeños.
Aunado a esto hay un escenario desigual para vivir esta pandemia, en los hogares con los menores ingresos hay más niños y niñas —alrededor de un 35% en condición de pobreza antes de la pandemia, contra un 22% de la población en general—, por lo que considerar las condiciones de esos hogares es imperativo. Investigadoras del Estado de la Nación, a partir de datos recopilados del INEC (2019), un 9% de los hogares de Costa Rica habitan viviendas en mal estado y un 2% está en hacinamiento (más de 3 personas por dormitorio), han señalado que:
- Aproximadamente un 15% de las casas mide menos de 40 metros cuadrados.
- Se estima que 104.000 viviendas (7%) no tienen acceso a servicios básicos como agua, luz y manejo de residuos sólidos.
En este escenario, podemos pensar cómo están viviendo las niñas y niños que habitan estos hogares el aislamiento físico, la separación e inasistencia a sus espacios cotidianos de dispersión y juego, actividad vital en este periodo de la vida asociada a la salud mental, donde el movimiento libre, y las conversaciones con sus pares significan un momento privilegiado para desconectarse de las preocupaciones que desde el mundo adulto les transmitimos.
Peligro de agravamiento de “otras pandemias”
En Costa Rica, uno de los mayores riesgos para la salud para la población de niñas y niños es el sobrepeso y la obesidad. Según datos del Censo de Peso y Talla 2016, esta condición rondaba el 34%. Imaginemos los efectos adicionales que este aislamiento puede estar causando en la salud de esta población, a nivel físico y emocional.
Debe preocuparnos que se está “sacrificando” la salud de una población que no está significativamente en riesgo con el COVID-19 para proteger a otras personas de la familia, y aunque el contexto amerita medidas extremas, debemos trabajar para que estas medidas se modifiquen lo antes posible, a través del involucramiento de diversos actores sociales, ya que no será solamente responsabilidad del gobierno lograr que vayamos volviendo a la “normalidad”.
La violencia en el espacio doméstico es el otro tema que toma más fuerza mientras trabajamos por aplanar la curva del COVID-19, violencia que lesiona a niñas y niños de muchas maneras, tanto directamente, como al ser testigos de situaciones contra otros miembros de la familia, usualmente sus madres, hermanas o abuelas. Las violaciones y abusos sexuales, que también se dan muchas veces en este espacio, se vuelven más frecuentes, a medida que logramos cumplir con el objetivo de “proteger a las personas más vulnerables” ante el coronavirus.
Daños colaterales podríamos pensar, consecuencias indeseables para evitar una catástrofe nacional como la que se ha visto en Italia y España, situación que nadie quiere para Costa Rica. Entonces, lo que cabe es promover acciones para atender estas otras situaciones, que preocupan a quienes trabajamos y tenemos una sensibilidad particular por la población de niñas y niños.
Haciendo viable lo necesario desde una perspectiva de salud comunitaria
Mientras los parques públicos son cerrados, los centros comerciales continúan abiertos. Si bien en los segundos es más probable controlar la cantidad de personas que asisten y promover la distancia mediante la seguridad privada, en los parques públicos debemos asumir la responsabilidad colectiva y ciudadana para habilitar la posibilidad del juego en espacios al aire libre y así garantizar el derecho a la recreación, indicado en el artículo 30 del Código de la Niñez y la Adolescencia.
Para esto, debe crearse una estrategia articulada, donde las organizaciones de base se conforman actores fundamentales, para darle vida a una respuesta de largo plazo, sostenible y además que se sustente en la participación activa de las comunidades en la gestión de procesos de salud comunitaria. En este sentido, mediante los Comités Locales de Deporte, las Asociaciones de Desarrollo Comunal, las Juntas de Salud, entre otras organizaciones podemos activar una medida de apertura de los espacios públicos con horarios definidos, aplicando las medidas sanitarias del Ministerio de Salud, por ejemplo reduciendo la capacidad de estos espacios, así como promoviendo el distanciamiento físico y habilitando la posibilidad del lavado de manos, donde además podríamos aprovechar para desarrollar procesos educativos o colocar mensajes clave para fortalecer la estructura de pensamiento que esta “nueva normalidad” nos demanda.
Escuchamos con esperanza que en países como España, después de casi 50 días de confinamiento, se está valorando abrir a niñas y niños la posibilidad de salir a jugar —manteniendo el distanciamiento físico— y aunque en Costa Rica las medidas no han sido tan extremas, el hecho de que los parques y plazas se encuentren cerrados limita que las niñas y niños, y especialmente los más golpeados por la pobreza y la desigualdad accedan a su derecho a la recreación, al disfrute al aire libre y al contacto con la naturaleza.
Existen ya estudios que prevén la posibilidad de que nuestras niñas y niños sufran procesos de estrés postraumático producto de las medidas que estamos tomando e implican encierro. Por ello, propongo que, así como se desarrolla una estrategia para garantizar el acceso de estas familias a alimentación o ingresos económicos, debe trabajarse para asegurar que las niñas y niños cuenten con espacios para correr, jugar y ser, porque de esta manera estaremos promoviendo su salud mental, y reduciendo las consecuencias que a largo plazo puede tener este confinamiento.
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