En un artículo académico reciente se catalogó de imperativa la discusión acerca de la renta básica universal (RBU), como derecho humano emergente, en razón de que las sociedades de consumo modernas atraviesan una paradoja coyuntural: a pesar de registrar los mayores índices de productividad global, la desigualdad socioeconómica no deja de crecer y ya, en muchas regiones, cabalga desbocada.

Ahora, en momentos en que nos vemos obligados a cruzar el túnel de una nueva coyuntura, marcada por el estallido de la pandemia del virus SARS-CoV-2, se hace impostergable discutir las medidas para atender las consecuencias de la actual temporada de inmovilismo y zozobra económica. Y es tras ese telón de fondo donde, justamente, esos dos debates pueden encontrarse en el camino.

Entendida como una asignación económica incondicionada, y de carácter periódico, que el gobierno de un país otorga toda la población, el debate respecto de la RBU ha sido prolífico en el campo teórico, sin que su efectiva implementación fuera recurrente en la práctica democrática. Esto se debe a que, no obstante sus evidentes y numerosos beneficios (i.e. su simpleza, la dinamización de la economía por la vía del aumento del consumo y la reducción de los índices de pobreza), la iniciativa ha sido blanco de ácidas críticas por, entre otras razones, su alto coste, su fundamento “injusto” y la dependencia que genera entre los beneficiarios.

Más allá de las discusiones sobre cómo configurar la RBU y sus efectos positivos o negativos, como pocas veces, en este contexto pandémico, parece consolidarse un acuerdo sobre su potencial (por ejemplo, el senado brasileño aprobó, en días recientes, la concesión de una RBU a sus ciudadanos de bajos recursos). La mayoría de los defensores de esta medida sostiene, entonces, que la excepcionalidad de la situación habilitaría la implementación de una RBU por un lapso determinado, de manera que las personas que vean mermadas sus rentas, por las secuelas económicas de la pandemia, se aseguren un flujo de ingresos que, al satisfacer sus necesidades básicas, les permita capear el temporal.

En este sentido, al no tratarse de una ayuda focalizada, la RBU tiene dos ventajas incuestionables en las presentes circunstancias: que llega a la totalidad de la población y que lo hará de forma simple e inmediata, ahorrando trámites y burocracia. Y es que, en las condiciones que corren en la actualidad, la prontitud para acceder a los recursos es trascendental.

Instrumentar la medida. En una entrada reciente en su blog, Greg Mankiw, economista y profesor universitario estadounidense, propuso una adaptación de la RBU como medida paliativa frente a la pandemia. Así, explicaba, el Estado entregaría un monto mensual (X) a cada persona durante los próximos N meses; a ello seguiría, en un momento posterior y superado el trance, el cobro de un único impuesto extraordinario (Y) que se calcularía sobre la base de la caída de los ingresos (R) de cada persona entre 2019 y 2020. De esa manera, quienes no hayan visto afectados sus ingresos devolverán -vía Y- la totalidad de X, mientras que los restantes beneficiarios pagarán Y en la medida en que hubiesen caído sus ingresos (N*R2020/R2019); de ese modo, por ejemplo, quien vea decrecer sus ingresos en un 75% pagará, por concepto de Y, el 25% de la cantidad que recibió, mientras que quien perdió la mitad de sus rentas devolvería, únicamente, la mitad del monto entregado por el Estado.

La determinación de tales cantidades y plazos requiere, claro está, una adecuada ponderación del escenario de cada país, donde se tome en cuenta, entre otros aspectos, el nivel de desplome de la economía y el tiempo que esta requiera para alcanzar, de nueva cuenta, un nivel de normalidad. Así, por ejemplo, en un artículo publicado en el diario El País, Roldán aplicó esa fórmula al caso español —fijando en €1000,00 el monto mensual por entregar— y determinó que el coste de la medida no llegaría al 1% del PIB (un 0,91% para ser exactos); mientras tanto Mankiw estimó que la entrega de $2.000,00 a cada beneficiario en Estados Unidos, durante 6 meses, consumiría, tan solo, un 1,92% del PIB de ese país.

No niego que una medida como esta es drástica, aunque las actuales circunstancias —especialmente atípicas— le dotan de grados de validez y conveniencia suficientes para valorar su implementación a nivel mundial. Ello no significa, de más está decirlo, que la iniciativa asuma un carácter exclusivo, pues esta podría funcionar en adecuada sintonía con otras: tributos provisionales, programas de recorte al gasto público y créditos personales con condiciones excepcionalmente beneficiosas para el consumidor.

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