El escritor portugués José Saramago, en 1995, nos deleitó con su maravilloso libro Ensayo sobre la ceguera. Allí describe el comportamiento humano en situaciones extremas y desconocidas. El caos y la desintegración son la tónica de su relato. Plasma el inicio de un brote, ya sea por el contagio o por ilusión. El hombre nervioso, luego el ladrón y, posteriormente, el doctor quedan ciegos sin saber la causa. Los personajes están aislados, en cuarentena, y cada vez se van sumando más “ciegos”. A lo largo del libro, se describe lo mejor y lo peor de la humanidad.

Su libro me recuerda lo que hoy vivimos con la pandemia del COVID-19: gente asustada, tomando decisiones que parecen carecer de lógíca, que, en nuestro caso, compra papel higiénico y alcohol, como si de ello dependiera nuestra vida; también, héroes anónimos que todos los días trabajan atendiendo enfermos o buscando la cura, la vacuna o, al menos, el tratamiento.

La peste de Albert Camus es hoy uno de los libros más leídos. Cuenta la historia de una epidemia en una ciudad argelina y la labor de un grupo de médicos para controlarla. Buscamos en Camus quizá la respuesta a nuestras dudas existenciales: “La expectativa de la enfermedad y la muerte nos coloca ante las preguntas fundamentales que solemos evitar o postergar”.

Estos son tiempos difíciles, similares a los descritos por Saramago y Camus, que afectan nuestro bienestar mental y emocional. El estrés y la incertidumbre del brote de COVID-19 han sido lo suficientemente difíciles: los requisitos de distanciamiento social han llevado a cambios profundos en nuestras rutinas diarias. Es posible que ya estemos sintiendo la tensión que esto genera en nuestras vidas y en la convivencia con nuestra familia y amigos. Todos nos enfrentamos a la incertidumbre diaria sobre cuánto durará esta crisis y cuáles serán sus implicaciones, no solo sanitarias, sino también sociales y económicas.  Algunos se quejan de las medidas restrictivas desde el privilegio; otros las sufren desde la pobreza. Pero nos afecta a todos.

Muchas de las rutinas y actividades que dábamos por sentado han desaparecido repentinamente: salir a trabajar, a estudiar, con los amigos, ir de compras a las tiendas, ir al gimnasio, etc. Ello puede generar un sentimiento de despojo, de soledad, de miedo. Es como si de pronto, alguien decida sobre nuestras vidas, en tanto una amenaza invisible se cierne sobre nosotros. Por otro lado, las redes sociales no contribuyen a tranquilizarnos. Nunca, como ahora, la difusión de noticias falsas o alarmistas ha sido tan amplia, y con una tasa de propagación mayor que la del mismo COVID-19.

El mundo hoy está paralizado por un virus, la parálisis lleva a temor y el temor al miedo, y sabemos que el miedo vende, vende noticias (verdaderas o falsas), vende remedios y talismanes. De ahí que buscar la serenidad y la tranquilidad en tiempo de crisis es lo más recomendado. Pero difícil de lograr, de ello no cabe duda.

Con esta pandemia hay pocas certezas, ya que la evidencia se va creando conforme se tiene más información, a pesar de que nunca antes, como ahora, la cantidad de información científica desborda la capacidad de lectura y de análisis mesurado de la misma. El planeta vive una pandemia en “tiempo real”, donde las autoridades de salud tienen dos frentes abiertos: la emergencia sanitaria y la desinformación. Las certezas son sencillas; lave sus manos, tosa y estornude sobre un pañuelo y/o el antebrazo, limpie superficies, mantenga distanciamiento social. Sin embargo por lo simples que son, buscamos otras medidas que no son siempre tan certeras, y que más bien pueden distraer de las acciones fundamentales. Aplanar la curva, para evitar enfermar todos al mismo tiempo y que se saturen los servicios de salud, es la piedra angular del manejo. Aplanar la curva tiene un costo: mayor distanciamiento social y cuarentenas, pero vale la pena cuando de salvar vidas se trata. Todo lo demás se puede recuperar, una vida perdida no.

Días atrás leía, algo que al principio me pareció gracioso y luego lo encontré profundamente reflexivo: si Sartre aún viviera diría “Quédese en casa, por más difícil que sea para usted soportar su propia presencia”. Este aislamiento social es un buen momento para repasar nuestros valores, nuestros principios y salir fortalecidos.

Pero, hay espacio para la esperanza: cerca del 80% de las personas que nos enfermemos de COVID-19 vamos a sobreponernos sin secuelas y sin necesitar un tratamiento especial. Países con sistemas de salud robustos saldrán mejor librados, y por sistemas de salud debemos entender no solo la atención del enfermo, sino países con enfoque basado en salud pública, en los determinantes sociales de la salud. Si la salud pública falla, los hospitales se convierten en monumentos al fracaso. Costa Rica, desde hace décadas, tiene un enfoque de salud pública.  No en vano el Ministerio de Salud es el segundo creado en América Latina, luego del de Cuba. Hace 100 años nos golpeó una pandemia de influenza, la mal llamada Influenza Española, la cual nos dejó duras, pero valiosas lecciones. Esas lecciones contribuyeron a crear lo que hoy somos, nos formó.

Habrá un día, después de mañana, en que tocará reconstruir la economía del país, y volver a formar el tejido social, y analizar las principales lecciones que está pandemia nos dejó. De ellas, saldremos fortalecidos, no solo el país, sino la humanidad. Esta pandemia hasta ahora nos ha enseñando el valor de la solidaridad, de la salud pública, de los funcionarios del sector salud, muchas veces criticados. También debemos aprender del comportamiento humano ante una crisis de esta magnitud. Cada uno de nosotros debe decidir quién quiere ser durante esta emergencia sanitaria.

Bien lo decía Saramago hablando de la ceguera: Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos”.

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