Los especialistas no confesionales están de acuerdo en que, siendo el evangelio de Marcos —70 d.C.— el primero de los cuatro canónicos (aunque todos son apócrifos porque ninguno fue escrito por el autor a quien se atribuyen), es indudable que el esfuerzo del este tiene que ver con otorgar autenticidad a lo que no es sino una hermosa fabulación: un anuncio asumido de manera secreta por sus discípulos antes de iniciar su campaña a los 30 años, el martirio expiatorio y la resurrección al tercer día (G. Puente Ojea).

Contrariamente, la actitud de los discípulos es obstinada respecto de la resurrección de Jesús, comenzando por María Magdalena y terminando por los mismos discípulos. Esta incredulidad se muestra en Mc. 16,11, en Lc. 24, 10-11 y en Jn. 20,9. En Mt. 26,56 se hace patente la dura realidad de que la aventura de Jesús había llegado a su fin después de que lo apresara una cohorte romana (500 soldados), en virtud de lo cual los discípulos le abandonaron y huyeron (a pesar de la cercanía militante de Pedro, quien estaba armado y cortó la oreja del sirviente del sumo sacerdote Malco). El anuncio en secreto de todo lo que pasaría Jesús no corresponde a los textos que prueban hasta la saciedad que los discípulos desconocían la profecía del secreto mesiánico, el Maestro nunca habló de crucifixión ni de subida triunfal a los cielos con antelación. Es más, la lectura paulina pretendió mostrar la divinidad de Jesús a partir de la resurrección y viceversa (en una evidente falacia de petición de principio). Similarmente, se ha pretendido hacer coincidir las profecías del Antiguo Testamento (¡!) con los sucesos acaecidos en el Nuevo Testamento sobre Jesús, insinuando que los profetas habrían anunciado de manera críptica todo lo que se realizaría en el NT. Es más, Pablo de Tarso, el ideólogo judío del cristianismo que conocemos a través de la Gran Iglesia, asegura que Jesús resucitó “según las Escrituras”, pero no se atreve a citar ninguna y opta por callarse.

Ahora bien, ¿Jesús tuvo conciencia de su mesianismo? Eventualmente un mesianismo político, radical y escatológico, pero sin la teologización dogmática que hiciera el Evangelio de Juan y Mt. 3,7-10, apolítica y conformista, aunque el intento de esto sería la Epístola a los Romanos 13,1-7. Claro, si se niega el Jesús histórico, se niega la historia ‘verdadera’ de Jesús, los hechos. En palabras de G. Puente Ojea, la “alergia incurable a los hechos de la historia”. El mesianismo judío es triunfante porque es político, en cambio se propuso un mesianismo sufriente, inaudito y novísimo, teológico, es decir, para expiar las culpas de la humanidad, nada más.

De lo anterior surge la grave confusión entre Reino e Iglesia, que no son lo mismo, aunque la Iglesia haya pretendido salvar las distancias. Decir Reino es afirmar aquello o algo (proyecto religioso-político) que desinstala, desde ningún trono, buscando la justicia; decir Iglesia es lo institucional, desde el trono negociado con los poderes/señores de este mundo, apacientándose a sí misma. Pero, hagamos la diferencia, Jesús no fue un guerrillero, ni mucho menos un terrorista celota, ni tampoco el Jesús irénico que se ha sido promocionado con el Cristo de la fe; éste último es el mito del Cristo universal y pacifista.

La exégesis eclesiástica ha desalojado el Reino escatológico-mesiánico en cuanto compendio de hartura material y superación de las desigualdades económicas y sociales, y de hartura espiritual como imperio de Dios y de una paz fruto de la justicia. Este Reino de la solidaridad entre los hombres ha sido leído por la Iglesia metafóricamente. La tergiversación del mensaje de Jesús lo convirtió en totalmente ajeno a las categorías judías de pensamiento que regían la mente del Jesús en el siglo I (G. Vermes).

Como apuntó A. Loisy, “se esperaba el Reino, pero vino la Iglesia”. Dada la inminencia del Reino mesiánico de Dios iniciada por el mismo Jesús, este no fundó iglesia alguna, ni instituyó sacramento alguno. Dicho de otro modo: el Reino no tiene que ver con el Reinado de ninguna iglesia, ni de un reino en los corazones (espiritualización del reino como recurso superfluo y descontextualizado), sino del Reino esperado, constituido en poder. La tensión entre lo esperado y lo sucedido (Mc. 13,36; Lc. 21,34) por el Jesús judío, hijo de su época y de las categorías de pensamiento que conoció y en las que creció, se resuelven ineludiblemente: nunca llegó.

El interrogatorio al que fue sometido Jesús, aunque no corresponda al formato judío –de juzgar herejes— y del que los evangelistas no fueron testigos oculares, porque los evangelios fueron escritos después de la muerte de Jesús, más allá del año 70, no transgrede en nada la ley mosaica, no hay blasfemia. G. Vermes presenta a Jesús como “un judío muy próximo al pietismo hasídico y totalmente entregado a la idea del arrepentimiento urgente (teshuvah) y de la fe y confianza ciega en Dios (emunah) como condiciones de la inmediata instauración del Reino de Dios”. En la Palestina de su tiempo, Jesús imponía una ética de la fraternidad para los aspirantes de Reino, pero, además, y con el mismo rigor, una ética de hostilidad y lucha ideológica frente a los enemigos públicos (hostes, en latín) del Dios de Israel.

No menos arriesgado resulta el Jesús Seminar que exonera a Jesús de los ingredientes míticos con los cuales él mismo forjaba su propia visión sobre la inminencia de los tiempos para la instauración mesiánico-escatológica que predicó y que promovió, en el contexto de la esperanza de Israel. Depurar al Galileo de estos elementos es una operación historiográficamente arbitraria y teológicamente engañosa, al estilo de R. Bultmann. El Jesús Seminar es fruto de un rabioso secularismo postmodernista, un Jesús descontextualizado, eterno y desmitologizado… No histórico.

De igual modo la doctrina social de la Iglesia contradice el Reino como entidad religioso-política (una unidad), porque para el judío la historia es una historia sagrada jamás fragmentable en dos categorías conceptualmente independientes, lo religioso y lo político, como pretende el catolicismo que reduce la doctrina social a una retórica cenicienta. El Reino que promueve la Iglesia mantiene un doble discurso: en la práctica sostiene la dominación institucional como mecanismo de control social y, simultáneamente, promueve de manera miscelánea (suavizada/débil) la emancipación de los oprimidos. Tampoco el énfasis socialista de algunos de la teología de la liberación responde al ideal de Jesús, pues enfatiza lo político; y esto también es un dualismo porque prefiere apoderarse de las estructuras eclesiales como un medio, pero sin transformarlas: implicaría solamente un cambio de individuos, no de las prácticas institucionales.

La pobreza de Jesús fue fruto de la inminencia de ese Reino. De lo contrario, promover la pobreza sin la llegada –o proximidad— del Reino equivale a mantener el ideal de que todos seamos pobres (promesa o voto), pero con la comunidad creyente a la ruina —y no al Reino—, como pasó con la iglesia de Jerusalén, que tuvo que ser auxiliada económicamente por Pablo de Tarso. La otra opción es predicar la pobreza y convertirse en una institución económicamente poderosa: la contradicción salta a la vista.

Tampoco es posible acomodar a Jesús como un salvador preocupado por la conversión de los gentiles. En Mc. 7,24-30, se relata un episodio de valor incalcuble porque establece el trato del Nazoreo con los judíos y los gentiles a propósito de un exorcismo. El sentido de la perícopa es: los perros (en lenguaje coloquial judío los gentiles) no poseen títulos propios como destinatarios del Reino. Los hijos son los judíos, a quien hay que dejar que se harten antes de ceder las migajas de su pan a los gentiles. También en Mt. 15,21-28 los apóstoles expresan su impaciencia ante una mujer gentil, y ante la presión de ellos dice Jesús: “No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Este mensaje es ciertamente claro: no hay universalismo en el mensaje del Cristo. El pagano, solo a título personal participaría del Reino, si su conducta contenía la rigurosa purificación del Juicio final.

El Jesús histórico es el Cristo katà sarka, “según la carne”, del cual se sabe poco y, lo poco que se sabe, no coincide con el Cristo de la fe, el Cristo de Pablo de Tarso, ideado de manera contrafáctica y del que Pablo no fue testigo ocular, salvo por sus visiones (¡!). De la contradicción se sigue cualquier cosa. Pablo ignorará sistemáticamente a la testigo principal de la resurrección, María Magdalena, aunque Juan, puntual y esforzado por poner las cosas en su lugar, insiste con ella en su Evangelio.

Los elementos históricos y lingüísticos —que molestan mucho a los biblistas sin poderlos refutar— al ser explorados no dejan duda de que Jesús jamás aspiró a que se le asociara con el papel de Mesías, tampoco perteneció a los fariseos, esenios, celotas o gnósticos, sino que fue un taumaturgo de Galilea. Jesús tiene una incomparable superioridad. Fue un original intérprete de la ley mosaica, hizo una sugerente propuesta ética, tuvo un profundo celo por su Dios y un amor por los suyos, los judíos del siglo I. Sus compañeros de mesa eran los despreciados recaudadores de impuestos, sus amigos, entre otros.

Los malentendidos deben ser eliminados, dada la contundencia de los datos que se tienen, un primer paso hacia el descubrimiento del hombre real que fue. En palabras de G. Vermes: “Aunque explícitamente eludió el título de “Mesías”, muy pronto le invistieron con él, haciéndole desde entonces inseparable de su imagen en el pensamiento cristiano. Por contraste, aunque aprobó la designación “profeta”, fue este uno de los primeros apelativos que la Iglesia desechó, y que nunca ha vuelto a adoptar. El resultado ha sido que, incapaz de determinar y admitir el significado histórico de las palabras registradas por los evangelistas o no deseando hacerlo, el cristianismo ortodoxo ha edificado una estructura doctrinal basada en una interpretación arbitraria de las sentencias evangélicas, una estructura que tiene que ser, por su propia naturaleza, muy vulnerable a la crítica racional”.

Todo lo anterior supone un salto epistemológico insalvable con la resurrección: el fundamento del saber no descansa sobre la experiencia de testigos presenciales de la acción del Nazoreo durante su ministerio mesiánico-escatológico en el contexto del judaísmo palestino del siglo I, sino sobre la fe subjetiva apoyada en presuntas experiencias milagrosas de un Jesús resucitado. El mismo Xavier León-Dufour, sacerdote católico y prestigioso exegeta francés, concluye que la resurrección “no es un hecho histórico, aunque sea percibida por el creyente como un hecho real”. También hay un salto teológico: el Mesías judío que vino a dar cumplimiento al Reino de Dios en Israel, fue sustituido por el Cristo de la fe, según un plan divino, encarnado y consustancial/coeterno con el Padre, es decir, un ‘hermoso’ mito, pero mito al fin.

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