El primer ministro británico, Boris Johnson, tras tres días de la formalización del Brexit (Britain + exit), expresó el martes 4 de febrero: “el Brexit es una realidad”. Pero lo cierto es que la separación o ruptura con la Unión Europea implica un año de negociaciones para completarlo. Usando la analogía del divorcio, lo que ocurrió el sábado 1 de este mes es la separación física de la pareja, para comenzar una fase de debate sobre la distribución de bienes y de las reglas que regularán sus futuras relaciones. Porque a diferencia de la pareja, en la cual cada uno puede vivir en una ciudad o país distinto, los países siguen siendo vecinos y mantienen vínculos diplomáticos, comerciales, consulares y de otra muy diversa naturaleza; sobre todo cuando se trata de Estados que tienen una larga historia compartida, sin olvidar dos temas puntuales: la frontera irlandesa y un pago de US$50 mil millones por Gran Bretaña a la UE por compromisos asumidos en las últimas décadas. Es decir, el verdadero proceso de Brexit apenas inicia.
Por ello, Johnson comenzó a definir su estrategia para esta nueva etapa y lo que resulta evidente es que hay diferencia de criterios con Bruselas. Mientras la Unión Europea espera un acuerdo que permita una relación bajo los estándares europeos en distintos ámbitos, Londres advierte que no aceptara obligaciones apegadas a las normas comunitarias si estas afectan la soberanía inglesa. Johnson quiere un acuerdo similar al que tiene Canadá con la UE, o aún mejor el de Australia, que tiene exigencias menores.
Tales declaraciones suenan a una confrontación que puede conducir a una ruptura violenta o “Brexit duro”, con consecuencias imprevistas para ambas partes.
Ello porque Bruselas quiere un acuerdo de asociación para que el Reino Unido sea un aliado excepcional en materia comercial, cooperación judicial, seguridad, defensa y apoyo de un orden multilateral.
Aspira a tal acuerdo porque debe regular aspectos que son difíciles de abandonar entre Estados vecinos. Ellos incluyen garantías para que no haya competencia desleal en el Reino Unido y sobre acceso de las flotas europeas a aguas británicas. Bruselas estableció una línea roja: Londres no puede abandonar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos o aprobar normativa que deje sin efecto los fallos de esa corte.
La cuestión es que algunos sectores británicos son eurófobos y quieren una ruptura total con muchas prácticas comunitarias, argumentando que violan la soberanía y limitan tradiciones de ese país.
En la decisión del Brexit hay razones ciudadanas, pero también hay un proyecto gubernamental que anima la ruptura. Se trata del denominado “global Britain”, una especie de rescate de la herencia hegemónica británica del siglo XIX. El argumento es que fuera de la UE, Londres tendrá la oportunidad de tener una proyección global individual y no bajo el sello europeo. Por eso el canciller Dominic Raab afirma que Reino Unido llegará a ser una fuerza para el bien en todo el mundo. Eso se complementa con la idea de Johnson respecto a que su país tiene un “papel natural e histórico” como “emprendedor, que mira hacia el exterior y que es verdaderamente global, generoso y comprometido con el mundo”.
Por supuesto que esto no es un asunto europeo, sino que afecta a aquellos Estados que tienen acuerdos comerciales y de asociación con la UE. Porque ahora tendrá que negociar acuerdos con Londres, para no perder ventajas comerciales y de otra naturaleza; mientras tanto el intercambio con ese país se regulará por la normativa de la OMC. Esto coloca a algunos países en una situación débil, porque perderán algunas ventajas.
En resumen, el Brexit es un proceso complejo y apenas estamos en los primeros pasos. Por eso habrá que darle seguimiento a lo largo de este año, para conocer cuál es el final de esta ruptura.
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