Doce muertos en Sacaba, departamento de Cochabamba; nueve muertos en Senkata, en las afueras de El Alto; más de treinta en todo el país. Cientos de manifestantes heridos, muchos de bala. El decreto 4078 que le brinda impunidad a los militares y policías que se excedan en el uso de la fuerza durante el restablecimiento del orden público. La foto de Jeanine Áñez cuando recibe la banda presidencial de los generales del ejército. Amenazas de procesar por “terrorismo” y “sedición” a funcionarios del gobierno depuesto. Un líder escapa en la oscuridad de la noche para que no lo maten. Si lo ocurrido en Bolivia no es un golpe de estado, como aseguran muchos “demócratas”, se le parece un poco mucho.
La renuncia de Evo Morales, forzada por la “sugerencia” de los militares y la campaña internacional en su contra, es una tragedia política de primer orden que amenaza con poner fin a uno de los procesos políticos más trascendentales de América Latina. Sin embargo, muchos gobiernos y figuras públicas que se autodenominan defensores de la democracia, incluyendo al gobierno de Costa Rica, han negado lo ocurrido, poniendo el foco en los errores de Morales y perdiendo de vista lo esencial del asunto que detrás de este golpe de estado se oculta la venganza de las clases dominantes (mayoritariamente blancas) contra el movimiento político (mayoritariamente indígena) que por trece años les arrebató una parte del poder que, durante cinco siglos, gozaron de manera casi ininterrumpida.
En primer lugar, hay que subrayar que no se comprobó ningún fraude en las elecciones del 20 de octubre. El supuesto “cambio de tendencia”, que para la OEA resulta “inexplicable” y que llevó la diferencia entre Morales y Carlos Mesa, candidato opositor, del 7% al 10% necesario para evitar la segunda vuelta, no tiene nada de extraño. Como señala la Celag, el conteo preliminar incluía votos urbanos, más favorables a Mesa, en mayor proporción que aquellos de zonas rurales, los cuales forman buena parte de la base electoral de Morales. Las zonas rurales de Cochabamba y Oruro, los últimos departamentos en ser contabilizados, son históricamente favorables al MAS, el partido de Morales.
No hubo, en suma, ningún “cambio de tendencia”: en el gráfico inferior puede apreciarse la evolución del conteo. Que la diferencia se ensanchara progresivamente a favor del MAS no obedeció a ningún arte oscuro, sino a la progresiva inclusión de los votos de zonas rurales, siempre los últimos en ser reportados por razones logísticas. Como señaló Mark Weisbrot, codirector del CEPR, que la OEA haya reportado otra cosa, y haya difundido sospechas sobre el proceso electoral fue una irresponsabilidad mayúscula, pero no una irresponsabilidad arbitraria. Desde antes de que se conocieran los números finales, Mesa había anunciado que desconocería el resultado, y Marco Rubio, senador republicano con particular injerencia en la política de EEUU hacia América Latina, había afirmado que Morales no llegaba al 10% de diferencia. Tales coincidencias no suelen ser inocentes.
La cobertura mediática de los hechos ha sido extremadamente sesgada, lo cual no es de extrañar: Bolivia fue, en la última década, el país sudamericano que más creció (superando a Perú y Chile, estrellas de los economistas liberales), logró reducir la pobreza (del 60,6 al 36,4% en total, 38,2 al 15,2% la pobreza extrema) y redujo la desigualdad, pero nunca logró el reconocimiento internacional que recibieron países como Chile o Uruguay, como si los avances alcanzados bajo el gobierno del MAS fueran un espejismo. No lo fueron: se trató, sin exageración, del mejor gobierno de la historia de Bolivia, con estabilidad macroeconómica e inclusión social, sin mencionar el histórico acceso al gobierno por parte de la mayoría indígena. Acaso sea difícil para las élites aceptar el hecho de que un dirigente cocalero sin educación gobierne mejor que todos los anteriores presidentes blancos.
A la hora de cubrir la crisis actual, los medios internacionales se han concentrado en cuestionar las credenciales democráticas de Morales y el MAS. Mucho se ha dicho sobre la resolución de la corte boliviana que habilitó a Morales para postularse por cuarta vez a la presidencia (pese a que el argumento legal es, esencialmente, el mismo que le permitió a Óscar Arias ser candidato en 2006); mucho sobre la cantidad de tiempo que lleva Morales en el poder (pese a que Ángela Merkel asumió un año antes de Evo, y nadie la acusa de monopolizar el poder). Esto, en sí mismo, es absolutamente válido, pues ningún gobierno es perfecto, pero se vuelve pernicioso cuando no se le aplica la misma vara a todos los sectores en pugna.
Resaltar los defectos de Morales y el MAS crea la ilusión de que la oposición está compuesta por demócratas perfectos, cuando nada está más lejos de la verdad. Carlos Mesa fue corresponsable de la Masacre de Octubre, la muerte de sesenta manifestantes en 2003 en el marco de las protestas contra el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, ahora exiliado en EEUU y con pedido de captura internacional. Buena parte de la oposición “democrática” a Morales ya intentó derrocarlo durante el levantamiento de 2008; Luis Fernando Camacho, quien le arrebató a Mesa el protagonismo en las protestas, es el líder del Comité Cívico de Santa Cruz de la Sierra, la cual fue central en ese intento golpista.
No es que no haya reclamos legítimos que hacerle al gobierno de Morales, pero el movimiento en su contra una raíz mucho más oscura. Cuando manifestantes anti Morales queman la wiphala (la bandera de los pueblos andinos que a partir de 2008 es también la bandera de Bolivia) y plantean que “Aquí no es la gente contra la gente, es la gente contra los masistas” (descalificando de manera absoluta a los simpatizantes del MAS), cuando Áñez dice que “La Biblia vuelve a Palacio” (en oposición explícita a la religiosidad andina), queda en evidencia la sed de venganza y el racismo que anima a este movimiento. (Invito, al que dude de esto, a ver el trato que le dispensaron a María Patricia Arce, la alcaldesa indígena del municipio de Vinto.)
Resulta muy cómodo decir que Morales cayó por errores propios, plantear que debió haber elegido a un sucesor. Pero la dura verdad es que las objeciones institucionalistas que pueden tener sentido en una Costa Rica donde las reglas del juego democrático están bien establecidas se muestran bastante ingenuas en un contexto como el boliviano, donde la oligarquía blanca que históricamente detentó el poder, y que hoy se agrupa en torno a Áñez y Camacho, no le reconoce (ni le reconoció nunca) a los quechuas y aymarás legitimidad alguna; para ellos, simple y sencillamente, los “indios” no son “gente”.
Lo que había en Bolivia hasta la llegada de Evo Morales era nada más y nada menos que un apartheid, tal como en Sudáfrica: la mayoría (indígena en un caso, negra en el otro) era sistemáticamente excluida del poder político y económico. Si bien formalmente había igualdad ante la ley, en la práctica los quechuas y aymarás eran ciudadanos de segunda clase, sin que sus lenguas, costumbres y religión tuvieran reconocimiento alguno. A ese lugar quisieran reducirlos de nuevo quienes hoy se llenan la boca hablando de democracia. No hace falta creer que Morales sea un dirigente perfecto para darse cuenta de que su caída solo puede significar un retroceso en la histórica lucha de los grupos indígenas por romper la sujeción a la que los condenó el Imperio Español primero y los estados latinoamericanos después.
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