Durante décadas, Costa Rica se sostuvo sobre un sistema político basado en la afiliación partidaria. Tras la guerra civil de 1948, prácticamente toda la ciudadanía se identificaba como figuerista o calderonista. El bipartidismo dominaba por completo y el abstencionismo era mínimo, rondando apenas el 20%. Las elecciones eran pintorescas, entusiastas, casi festivas, aunque no se discutieran los verdaderos problemas del país.

La gente confiaba en el sistema, o al menos, quería confiar. Pero con los años, al ver cómo sus necesidades no eran satisfechas, los casos de corrupción aumentaban y la clase política se dedicaba a enriquecerse, esa confianza se fue erosionando. En 1998 ocurrió el primer gran quiebre: la participación electoral cayó al 70% y el bipartidismo dejó de representar al 90% de los votantes.

La ciudadanía comenzaba a despertar del espejismo democrático, ese que afirmaba que teníamos la mejor democracia del mundo, aunque los resultados dijeran lo contrario.

El cambio que no llega

El 2014 marcó otro hito: la población votó masivamente por un cambio, pero nada cambió. En 2018 ocurrió lo mismo. Y en 2022, nuevamente, la ciudadanía optó por una ruptura con los partidos tradicionales. Esta vez, al menos, cambió el discurso.

El nuevo presidente se atrevió a decir en voz alta lo que muchos ya sabían: que el país estaba lleno de inequidades, de ineficiencias, de estructuras podridas que requerían una reforma urgente. Y aunque los problemas estructurales siguen intactos, algo cambió: la gente sintió que fue escuchada, y que, al menos,  ya no se callan las verdades incómodas.

Porque ¿quién se atrevía siquiera a cuestionar algún aspecto de la CCSS? El terror a ser acribillado, era suficiente para garantizar su silencio. Bueno, ya se puede decir abiertamente que no garantiza ni el acceso oportuno a un seguro de salud, ni una pensión digna para todos. ¿Quién se metía con las universidades públicas? Ahora los medios hacen reportajes sobre las redes de cuido en la UCR y la UTN sin miedo a la crucifixión popular. Eso cambió. Y aunque parezca poco, es algo, y la mayoría lo percibe como una mejora.

Ese pequeño giro ha devuelto a muchos una chispa de esperanza, pero también es un recordatorio del profundo malestar social; de un desencanto que no se formó de la noche a la mañana. Fueron años de promesas rotas, de corrupción enquistada, de defensas ciegas del statu quo, de una clase política más preocupada por cómo mantenerse en el poder y proteger sus beneficios —y los de los suyos— que por resolver los verdaderos problemas del país.

Sin embargo, aunque ese malestar es evidente, muchas personas pertenecientes a las élites —o influenciadas por ellas— siguen buscando soluciones dentro del mismo molde estatista que causó el desastre. Se aferran a la esperanza de que cambiar de personaje o de color político será suficiente. No se dan cuenta de que lo que fracasó fue el modelo, no solo sus actores; que las mismas recetas de más Estado, más impuestos, más controles y más prebendas ya no alcanzan… no para el cambio requerido.

Así, el desencanto crece mientras dichas élites siguen sin ofrecer soluciones reales, espesando el caldo de cultivo que le abrió  paso al populismo chavista: discursos simplistas, que apelan al resentimiento, al enfrentamiento de clases y a la promesa de redención mediante la concentración del poder. No importa si ya sabemos cómo termina eso: cuando se pierde la esperanza en las reglas del juego, todo vale.

Si seguimos ignorando esa frustración, no solo arriesgamos lo que tenemos, también podríamos abrirle la puerta a propuestas autoritarias disfrazadas de justicia social.

El momento de la verdad

El poder corrompe. Y el poder absoluto corrompe absolutamente. Tantos años de bipartidismo atrincherado y cogobernando generaron redes profundas de corrupción, favores, clientelismo y complicidades.

Fue por eso que la gente perdió el entusiasmo electoral. Ya no le bastaban los desfiles, los colores, los cánticos: la confianza se erosionó. Hasta de la charanga se cansa la gente. Y recuperar esa confianza no se logra con propaganda, sino con acciones concretas.

Hoy, la mayoría del país clama por un cambio estructural, pero los de los sectores protegidos que viven del sistema siguen negándose a soltar sus derechos mal habidos o inmorales privilegios. No se trata de una reforma, sino de muchas: salud, educación, empleo público,  impuestos, pensiones, infraestructura, agricultura, sistema financiero. El tiempo pasó y los parches ya no alcanzan. Todos los cambios tocarán intereses: cooperativistas, sindicalistas, arroceros, azucareros, autobuseros… grupos chineados durante décadas por los gobiernos de turno.

En 1948 salimos adelante porque había líderes con visión de país, dispuestos a ceder y a pensar en el bien común. Hoy, en cambio, lo que domina es la defensa de parcelas de poder, élites acostumbradas a vivir del Estado y a bloquear cualquier intento de reforma. La pregunta es inevitable: ¿cuántas elecciones más hacen falta para que entiendan?

La ciudadanía ya ha pedido cambio en tres procesos electorales consecutivos, y aún así, esas élites siguen haciéndose las sordas. Si no se atiende el clamor popular, si no se responde con hechos, la historia podría repetirse. No hay que olvidar que en 1948 fue un conflicto electoral el que desató la guerra.

Claro que nadie quiere volver a ese punto, pero el descontento social crece cada día. Resulta increíble que, desde sus torres de cristal, las élites insistan en defender una institucionalidad que ha fallado estrepitosamente en todos los ámbitos.

¿Aparecerá un verdadero patriota? ¿Alguien con el coraje de enfrentar los abusos, de emparejar la cancha, de construir un verdadero plan de desarrollo para Costa Rica? Ojalá que sí. Porque el país no aguanta otra década de evasivas ni más gobiernos que administren ruinas.

Llegó el momento de dejar de jugar a la democracia.

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