Racionalmente hablando, el cine y la TV son la manera más poderosa de cohesión social. Sirven para construir identidades colectivas, estimulan la tolerancia aportándonos experiencias y geografías donde se vive de un modo muy diferente, dilatan las percepciones para que vivamos vidas ajenas quizás un tanto raras, y enardecen nuestro ímpetu haciéndonos sobrevivir a traumas que ojalá nunca atravesemos en la vida real. Si de humor se trata, el cine es la catarsis necesaria para sobrellevar las diferencias con nuestro prójimo.

A nivel emocional el cine y la tele, sean ficción o no ficción,  nos inducen a la empatía, la curiosidad, la confianza, y el entusiasmo. Incluso mucho más que ver deporte por tele, porque es imposible que todos seamos atletas de élite, pero en cambio todos tenemos a algún personaje que nos representa en alguna historia. Lo que vemos no es exactamente la verdad, sin embargo fácilmente acabamos creyéndola. Cuando terminamos de ver alguna pieza que nos impactó, ya no somos los mismos y esto es porque empatizamos con historias que marcan el modo en que esos personajes viven y piensan. Así es como el cine y la tele operan - en principio sin quererlo- como articuladores de imaginarios sociales, a través del cuales aprendemos realidades y conectamos ideas que estimularán cambios en el futuro.

Actualmente está en discusión la Ley Audiovisual, que organiza la producción de contenidos en general para todo tipo de plataformas y en todo tipo de formatos: largometrajes, series, documentales, videos musicales y cualquier otro formato que pueda que contenga sonido e imágenes en movimiento.

La creación audiovisual suscita uno de los mayores encadenamientos productivos y además es una industria creativa no sujeta a robotización como la mayoría de las industrias. La verdad es que es un motor no menor de la economía y hay geografías que lo valoran como una de sus más importantes industrias de exportación: Estados Unidos y Canadá. Esto se llama economía naranja y es un generador automático de trabajo formal e informal.

Modernizar este arancel es una gran oportunidad para impulsar la marca país de maneras emocionales que francamente aún no hemos siquiera saboreado. Este es el impulso que nuestra economía necesita para empezar a contarnos otras historias acerca de nosotros mismos. El impacto de la economía creativa, no solo se mide por la generación de cultura, sino por su influencia en nuestras vidas de manera directa e indirecta. Cuántas actividades no hemos decidido en por algo que hemos visto en cine o televisión. Decisiones relevantes como nuestra carrera profesional, como integrarnos a una causa social, como qué comprar, dónde y por qué hacerlo. Dónde pasar nuestras vacaciones.

La economía naranja es una clasificación valiosa, pero hay que sumar a la conversación el hecho de que ninguna industria cultural es boyante con solo 5 millones de habitantes. No se trata de un asunto de empeño o de calidad, se trata de simple matemática.

La ventaja es que la economía naranja se basa en ideas y conceptos inmateriales que se pueden propagar como tendencias hasta convertirse en tradiciones sólidas. Y hoy en día no hay nada más fácil que colocar, esparcir o viralizar en cualquier parte del mundo, que un contenido audiovisual.

Pero resulta que para diseminar nuestra cultura local hay una serie de reglas; a menos de que nuestra economía naranja se beneficie de forma simbiótica o “parásita“ de una economía con mayor consumo, es materialmente imposible conseguir el mentado éxito masivo occidental. Y aquí pasamos a considerar el lenguaje como un territorio simbólico.

Para crear ese tipo de vínculo es importante considerar los siguientes enlaces socio-culturales que ya han recorrido este camino.

  • Uruguay (3 millones de habitantes) - Argentina (43 millones de habitantes)

  • Portugal (10 millones de habitantes) - Brasil (207 millones de habitantes)

  • Austria (9 millones de habitantes) - Alemania (83 millones de habitantes)

  • Bélgica (11 millones de habitantes) - Francia (67 millones de habitantes)

  • La Commonwealth (130 millones de habitantes) - Estados Unidos (324 millones de habitantes)

Todos son pares de países que comparten por un lado idioma, y por otro cultura e intereses; por lo tanto los países con economías menores pueden producir cultura de masas con una semántica común para un mercado mucho más amplio que el propio. Lo otro que sucede es que las economías mayores se nutren de los talentos de las menores, sin borrar al país de origen. De hecho se nutren del mercado que ese talento haya capitalizado previamente en su propio territorio.

Si logramos entender esto, probablemente podamos concentrar recursos y esfuerzos en ese tipo de vínculo con otros países. Costa Rica puede hacerlo concretamente con Colombia.

  • Costa Rica (5 millones de habitantes) - Colombia (50 millones de habitantes)

Podríamos hacer realidad esta alianza por el empalme entre idioma y cultura común, si logramos organizar todo nuestro quehacer audiovisual bajo el amparo de una ley que nos permita estandarizar los procesos e igualarlos o mejorarlos dentro del mercado internacional.

Este mes se celebran los 42 años  de la ley de creación del Centro de Cine, y desde entonces se empezó a documentar  a la Costa Rica de los años setentas y ochentas. Desde el 2007 formamos parte del programa Ibermedia y desde entonces se han coproducido más de 60 películas que reflejan pedacitos de la Costa Rica que somos hoy.

Lo que hacemos amarra cultura, industria, ciencia y economía en un producto común, y es por ello que hay tantos encadenamientos productivos involucrados. Nunca antes estuvimos más cerca de hacer realidad una ley que nos incorpore al mercado de exportadores de contenidos audiovisuales. Hay que ganarla en el plenario para contarles a los colombianos las maravillas del gallo pinto en el desayuno, porque hace años que el elenco de Yo soy Betty, La fea; nos antojó bastante de su bandeja paisa.

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