En Costa Rica hemos desarrollado, casi por deporte nacional, la penosa habilidad de hacer de lo sencillo, algo complicado. Para nosotros, la distancia más cercana entre dos puntos nunca es una línea recta; preferimos, en su lugar, la más abstracta de las líneas curvas que nos lleve por el más escabroso de los caminos.

Este paradigma nacional se refleja, por ejemplo, en el complejo entramado de trámites e instituciones que cualquier emprendedor debe atravesar para poder establecer un nuevo negocio. ¿Abrir una empresa en medio día, a través de un solo trámite, como lo hace Nueva Zelandia? No, que va… ¡eso no se nos da! Lo nuestro es cruzar un campo de procedimientos, tiempos y costos, alambrado por el Registro Nacional, la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), el Ministerio de Salud, Setena, Senasa, Tributación, el INS, las municipalidades, etc.

¿Desarrollar proyectos visionarios de infraestructura para contar con carreteras de primer mundo, por las que ya pagamos? ¡No! Si aquí, nuestra idiosincrasia echa sus raíces en los inflexibles procesos de licitación, trámites de expropiación y los leviatanes como el MOPT. Una día se nos hace una década cuando hablamos de construir carreteras.

¿Aprovechar las tecnologías digitales que apalancan la economía colaborativa, con el fin de dinamizar el mercado de trabajo? ¡Jamás! Nuestra burocrática cosmovisión no nos lo permite.

La paradójica vía costarricense de proteger el interés del consumidor consiste en:

  1. Marcos legales que en la práctica perpetúen el statu quo de grupos de poder, que han crecido enquistados en las redes de la política tradicional, y de nuestra “gloriosa” herencia estatista.
  2. Rentas a través de cánones, tarifas o impuestos, para mantener un andamiaje institucional innecesario.

Las últimas víctimas de esta nociva tradición costarricense: Airbnb y Uber. ¡Bonita forma de entrar a una nueva era de transformaciones tecnológicas!

La suerte está echada para Airbnb, sometida al IVA, impuestos municipales y registros ante el ICT.

En el caso de UBER, recientemente se archivó el proyecto de ley 21.228 que pretendía, entre otras cosas, cobrar más de 8 mil millones de colones por el derecho de inscripción de cada plataforma tecnológica de transporte, siendo el Consejo de Transporte Público, bajo criterios subjetivos (léase políticos) los que definían cuántos Uber podían operar y bajo qué condiciones. Además de cobrar a cada conductor un canon anual de 200 dólares, exigiéndole inscribirse como trabajador independiente ante la CCSS y como contribuyente en el Ministerio de Hacienda, agregando además un monto adicional del 3% del costo de la tarifa de Uber, que sería destinado a un fondo nacional de transporte que funcionaría durante los primeros años como un subsidio para los concesionarios de taxis. ¡Todo un guante hecho a la medida!

En su lugar, ahora se tramita el expediente 21.587, que aunque menos arbitrario y pernicioso que el anterior, también establece nuevos trámites, impuestos, multas, pagos de derecho de operación para cada conductor correspondiente a un veinte por ciento del salario base, y prohibición para hacer transporte colectivo en un mismo servicio.

¿Por qué no rompemos con este vicio de querer legislar sobre todo? ¿Por qué no confiamos, aunque sea una sola vez, en nuestra capacidad de autorregularnos como ciudadanos responsables?

¿Qué pasará el día de mañana, cuando una nueva innovación tecnológica “amenace” a las plataformas tecnológicas de transporte?

Qué tal si en lugar de crear sistemas, leyes y procedimientos, pensamos en un sencillo sistema de transporte público en el que taxistas, porteadores, piratas o Uber —y cualquier otro que pueda aparecer en el futuro— solamente deban cumplir con dos requisitos: registrarse ante una entidad pública competente, a través de un medio digital público y contar con las pólizas de seguros necesarias.

Nada de cánones, impuestos, permisos o prohibiciones. ¡Reglas claras y sencillas para todos!

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