“Suaves golpecitos disciplinares en el vientre… leves paletazos a partir de los siete meses.”

Podrían resultar increíbles estas narrativas que nos presenta el Semanario Universidad de no ser porque detrás de las mismas se esconde el dolor de —no sabemos cuántos— niños y niñas cuya infancia estuvo (¿está siendo?) marcada por estas prácticas y de padres y madres que de buena fe creyeron estar haciendo lo mejor para sus hijxs (“El que detiene el castigo a su hijo aborrece, mas el que lo ama desde temprano lo corrige.”) y hoy viven la culpa de la manipulación de la cual fueron objeto.

Conforme se conocen más detalles de las prácticas que hoy se investigan asociadas a la iglesia G 3:16 y a su líder, el llamado “Pastor de los ricos”, emerge con claridad un claro patrón abusivo que la Colectiva Las de Magdala denomina “abuso espiritual”.

Integrando y tratando de encontrar el sentido a toda la información disponible en los testimonios aportados al Semanario es posible deducir que estamos ante un tipo de abuso que se construye de manera intencional, desde la temprana edad y a lo largo del tiempo, con el fin de impedir que las personas puedan detectar, reconocer o sentir el abuso, mucho menos revelarse frente al mismo.

¿Cómo se construye este proceso de “acomodación” al abuso?

Hay que partir del escenario. En estos casos se trata de uno de carácter religioso-espiritual al cual se acercan las personas para vivenciar su fe. Estos escenarios son por lo general jerarquizados y verticales donde existe un líder reconocido (pastor, sacerdote) investido de conocimiento y sabiduría en quienes los y las congregantes depositan su confianza y autoridad. Esta autoridad deviene de su rol como intermediarios ilustrados en materia de la fe, de su conocimiento de la verdad revelada y, por ende, de su rol de guía.

Es una clara relación de poder que podría ser utilizada para el sano y respetuoso acompañamiento o de manera abusiva para fines de interés personal o grupal, como parece haber sucedido en este caso.

El escenario permisivo al abuso, sin embargo, hay que construirlo y se construye sobre la práctica disciplinar: la construcción de la ciega y voluntaria obediencia, el secreto y el silencio.

Hay un aprovechamiento de la confianza de las personas que se acercan en busca de un espacio para el ejercicio de su espiritualidad, en busca de orientación para el mejor vivir y el bienestar propio y de sus familias, incluyendo la búsqueda de apoyos concretos materiales. Mediante la manipulación interesada de los textos bíblicos se persigue una ciega aceptación de lo que dice, practica y ordena. Caso contrario existe la amenaza de la expulsión del grupo al que se desea pertenecer.

En estos casos, como en otros de abuso sexual, las personas viven en un contexto de cautiverio del cual es difícil de salir. Esta realidad no es fácil de comprender para las personas externas y por ello en no pocas ocasiones se tiende a depositar en las víctimas la responsabilidad por su permanencia o por silencio. Resulta que el silencio y el secreto son parte de esta construcción orientada a que las personas se “adapten” al abuso. Lo que realmente sucede es que muchas de estas personas se llegan a “adaptar” como una estrategia para poder sobrevivir a tantas contradicciones, amenazas, chantajes, presiones. También por el temor de que nadie les crea, porque no saben a quién acudir o, bien, cuando lo hicieron, fueron culpabilizadas, censuradas y aisladas.

Por eso se habla del abuso espiritual: es el ámbito de la espiritualidad de las personas el que es objeto de manipulación. Ámbito para muchas personas sagrado, íntimo, y por ello particularmente vulnerable y donde el daño puede adquirir dimensiones devastadoras. Este carácter devastador deviene del rol central que la espiritualidad juega en la vida de quienes participan. En este escenario el denunciar podría vivirse no solo como una traición a ese sacerdote, pastor o guía espiritual concreto, una traición a la congregación y a otros fieles sino también al mismo Dios que se profesa. Esta pérdida de la confianza puede ser devastadora si no se cuenta con el apoyo adecuado y oportuno para entender la experiencia y para poder reconstruir la confianza en sí misma, en los otros y en la vida.

En el caso de estos escenarios existe, además, una construcción cultural del espacio religioso como impoluto, centro por antonomasia de lo bueno, lo correcto, lo que está por encima de lo material y cotidiano. Este hecho es un factor adicional de vulnerabilización pues tiende a limitar la capacidad crítica de las personas que llegan a estos espacios con una confianza previa total que limita las resistencias frente a los abusos.

Esta disciplina aprendida fue lo que facilitó el escenario para que muchas mujeres —incluso adultas— sufrieran en silencio y en secreto serios vejámenes sexuales durante mucho tiempo y es lo que se busca construir desde la infancia con los golpes y los paletazos. Ambas prácticas están relacionadas. De esta manera se construyen cuerpos disciplinados y mentes sin autonomía sobre las cuales será posible actuar sin resistencias pues han sido educadas para no reconocer el maltrato ya que el mismo ha sido percibido como normal, deseable, apropiado.

Puede ser oportuno en este punto recordar lo que Foucault señala: el poder de dominio se sostiene y perpetúa mediante la elaboración permanente de discursos legitimadores. La producción de “verdades” es una acción constante que necesariamente refleja la dinámica del poder, sus altibajos y resistencias. Frente a cualquier acción de resistencia emerge necesariamente un discurso legitimador. Una de las funciones principales de estos discursos es la normalización de la vida cotidiana: lograr que determinados hechos o situaciones de la realidad sean asumidos como naturales y “normales” dentro de la vida social.

En el caso de la violencia sexual contra las mujeres hay también un aprovechamiento perverso de los dobles discursos y del tabú que históricamente ha rodeado el cuerpo y la sexualidad femeninas. A pesar de ser terreno prohibido —sobre lo que no se habla, menos se actúa— los cuerpos de las mujeres fueron invadidos con poca capacidad para oponer resistencia. Se ha requerido —y se seguirá requiriendo— de mucha fuerza espiritual y valentía por parte de estas mujeres para romper ese cerco de silencio y culpa y reconocerse como sobrevivientes-víctimas de una trama perversa. Y, de todas y todos los demás, el máximo apoyo, sin juzgamientos ni censuras.

Es claro que el uso abusivo del poder permea muchos escenarios y relaciones (no solo ni exclusivamente los de corte religioso) y este ejercicio es instrumental no solo para la invasión de los cuerpos concretos, como sucedió en esta situación, sino también para otros fines y propósitos.

Muchas preguntas quedan aún por responder y temas por profundizar. Muchas deudas también de debida diligencia institucional con las personas afectadas y futuras víctimas. Pero, tal vez lo más importante que puedo personalmente recuperar de esta dolorosa experiencia es que —desde cualquier paradigma: filosófico, religioso, político— el ejercicio del libre albedrío (entendido éste como las condiciones para la toma libre de decisiones con base en información veraz y no manipulada), la práctica del análisis crítico y de la libertad siguen siendo principios incuestionables para la sana vida en sociedad en todos los escenarios sociales de convivencia.

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