Ahora que el proyecto de seguridad y conservación del Teatro Nacional presentado en la Asamblea Legislativa ha levantado polémicas incendiarias, no han dejado de sorprenderme algunas objeciones: la primera, que el proyecto debe reconsiderarse para financiar únicamente las mejoras al sistema eléctrico y al sistema contra incendios. Pero, me pregunto, ¿de qué sirve que no se queme si después no sirve como teatro?

Restaurar el sonido, incorporar un moderno sistema de tramoya –porque los espectáculos ya no se realizan como hace 122 años-, desplazar las oficinas, contar con una sala de ensayos y un espacio adecuado para su teatro de cámara, dotar, en fin, a la institución de los elementos esenciales que permiten a cualquier teatro de su envergadura en el mundo funcionar con dignidad y solvencia, aparecen como un lujo descabellado.

Se objeta el monto del préstamo. No soy yo quien pueda determinar si es justo o no; lo han avalado los especialistas. Lo que me escuece es que se considere superfluo todo aquello que permitiría al Teatro continuar funcionando como tal. Y la pregunta surge: ¿para qué lo queremos? ¿No es más que una antigüedad para ser exhibida antes los turistas como testimonio de una época en la que, pese a resultar inconcebible, un país modesto se atrevió a construir un edificio equiparable a los más exquisitos teatros europeos? No proporcionarle las herramientas adecuadas para las exigencias contemporáneas, lo convertiría gradualmente en un museo.

Y un teatro no es un museo. Ofrece espectáculos. Para eso fue concebido. Recibir espectáculos de calidad por ser el único país de la región capaz de satisfacer los requerimientos técnicos de las compañías extranjeras, marcó y estimuló nuestra incipiente vida cultural, nos hizo sensibles a la belleza y propensos a la reflexión. Moldeó nuestra identidad. El Teatro Nacional no se reduce a un capricho oligárquico: fue un motor. Tenemos cultura en buena medida porque tuvimos el Teatro. No permitamos que se convierta en una antigualla. No basta con que por el momento no se queme, aunque el peligro siga adentro.

Aún estamos a tiempo de demostrar a los turistas, a nuestros hijos y al mundo, que nuestra identidad no es una reliquia ni nuestros ideales un puño de sueños disecados.

Lo construimos porque lo merecíamos. Demostremos que somos merecedores aún de la insólita proeza de nuestros antepasados.

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