Todos queremos y defendemos los precios justos de los medicamentos. En un sistema de salud y una cultura caracterizada por la búsqueda de la equidad y la solidaridad, es necesario evitar o frenar los abusos que podrían generar altos costos de muchos de los tratamientos, con el consecuente lucro desbordado de la industria farmacéutica, y la pérdida de acceso a recursos necesarios para muchas personas que dependen de ellos.
En este sentido, el proyecto de ley 21.368 propuesto por el diputado Welmer Ramos, que pretenden evitar prácticas monopolísticas, como los contratos de exclusividad entre laboratorios y farmacias, las regalías al personal de salud, así como facilitar los trámites sencillos de homologación de fármacos y la creación de un sistema de información de medicamentos para la comparación de precios en el mercado, es aplaudible y beneficioso para nuestro país.
Dicho lo anterior, para el personal de salud que ejerce la labor clínica con los pacientes, preocupa el decreto que en este momento está preparando el Ministerio de Salud, que pretende obligar a médicos y odontólogos a recetar el nombre genérico de los medicamentos, y no sus marcas, con la intención de reducir los costos para los pacientes.
Aunque en principio esta idea pudiera sonar razonable, incluso casi noble, parte de una premisa que es fundamentalmente incorrecta: “que los (medicamentos) genéricos son totalmente seguros e igualmente efectivos, pero que tienen un costo hasta diez veces más bajo que los productos de marca que se prescriben actualmente”.
Como médico en ejercicio clínico hace casi dos décadas, y con más de 14 años de práctica de la psiquiatría a nivel institucional y privado, puedo decir categóricamente que esta aseveración es falsa. La experiencia personal, y de muchísimos colegas, es que las respuestas clínicas de los medicamentos originales es muy superior a la de los genéricos o copias, incluso cuando existen estudios de bioequivalencia (estudios que permiten suponer que teóricamente estos productos son intercambiables). Son cientos de casos en donde he observado una mejoría luego de cambiar un medicamento genérico por uno original, incluso manteniendo la misma dosis que tomaba inicialmente el paciente; de igual manera, son muchísimas las ocasiones en que un paciente deteriora su evolución clínica luego de pasarse del producto original a uno genérico o copia.
Existe bastante evidencia científica que sustente estos conceptos, y que además especifica que los efectos secundarios usualmente son mayores con productos no originales.
Entonces, si bien es cierto es ideal que se tomen medidas para que los pacientes tengan un adecuado acceso a los productos, estas decisiones no pueden basarse en conceptos falsos, induciendo al error al público general, y por lo tanto poniendo en riesgo su salud. Los productos genéricos o copias son absolutamente necesarios, y cada persona, de manera informada, idealmente luego de una discusión conscienzuda con su médico tratante, puede elegir la mejor opción según sus posibilidades o preferencias. A eso le llamaríamos decisión informada.
Y es que ante este escenario, surgen diversas preguntas, tales como: ¿quién será la persona que debe definir el producto que tomará el paciente: el médico tratante luego de una historia clínica, estudios de laboratorio y elaboración diagnóstica, el farmacéutico, o un dependiente que muchas veces no cuenta ni con un nivel técnico, a través de un mostrador y en un espacio público?; en caso de que la decisión del producto la tome el farmacéutico, ¿esto se hará luego de una consulta farmacéutica formal y estructurada?; ¿quién se responsabilizará por los malos resultados clínicos cuando se hagan cambio de productos sin un conocimiento técnico al respecto?; paralelamente con este decreto, ¿qué medidas tomará el Ministerio de Salud para evitar prácticas irregulares como el push money, en donde una farmacia puede recibir dádivas por inducir a la compra de un producto específico?
Señores y señoras, el frío no está en las cobijas. El adecuado acceso de la población a los medicamentos es sano y necesario, pero la prohibición de ofrecer productos específicos según el criterio médico atenta contra la libertad de la profesión, el uso racional de los medicamentos, y peor aún, la salud de la población.
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