El castigo de los delitos es un hecho histórico innegable, primero como parte de la venganza privada y después como parte del derecho sancionador o ius puniendi del Estado. A partir de ese momento, y desde el siglo XIX, en que las penas privativas de libertad se convirtieron en la pieza angular del Derecho Penal, surgieron diferentes definiciones sobre la pena e ideas tendientes a explicar sus fundamentos.
Así, definida la pena por Welzel como "la retribución expiatoria de un delito por un mal proporcionado a su culpabilidad", en una definición aceptada por la doctrina penalista, los problemas surgen en orden a la finalidad de la sanción penal. Diferenciando: Si la finalidad es el castigo, el fundamento es represivo, pero si la finalidad del castigo es que el delincuente no vuelva a realizar más hechos delictivos, el fundamento es preventivo.
Ambas finalidades, represiva y preventiva, deben conjugarse, puesto que el ámbito penal trata sobre personas que tienen derecho a reinsertarse; pero también ha de tenerse en cuenta, sobre personas que ya han cometido uno o varios hechos delictivos. Y es en este punto en donde surgen los problemas más importantes del Derecho Penal.
Obviamente en nuestro país este es un tema que ha levantado diferentes pasiones. Recuerdo en la década de los 80, cuando en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica, la discusión en los cursos de derecho penal era si la persona era finalista o causalista, y dependiendo de esa etiqueta se establecía la calificación o descalificación de su argumentación.
Años después, y ejerciendo la función pública como diputado en la Asamblea Legislativa, me tocó lidiar con la elección de magistrados a los cuales se les medía no por su mérito o capacidad, sino por alinearse a las corrientes represivas o abolicionistas, y casi que se dejaba como génesis de todos los males según la posición divergente que pudiera tener el elector con relación al potencial elegido.
En esa dirección puedo ubicar en el momento actual la discusión sobre el uso de mecanismos electrónicos para la ejecución de una pena, lo cual ha generado una pléyade de argumentos en pro y en contra.
El pensamiento más conservador se ha ubicado rabiosamente en contra del uso de esos dispositivos. Las corrientes más progresistas se han ubicado a favor del uso de esos dispositivos.
Yo creo por sentido común, que es el menos común de los sentidos, que no hay razón por la cual debiéramos oponernos al uso de las tobilleras o brazaletes electrónicos como mecanismo de control y seguimiento de personas que han sido declaradas culpables de una imputación penal.
Doy mis razones:
- Estamos en plena Cuarta Revolución Industrial, con lo que las relaciones sociales de producción y sus consecuencias superestructurales deben ser atendidas en función de una filosofía disruptiva, del cambio y de la innovación. No es socialmente ético para toda la colectividad que haya recursos ociosos o peor aún a cargo del colectivo.
- Consecuencia de lo anterior, la persona culpable de la comisión del delito puede seguir trabajando, y no precariza a las personas que dependen de su ingreso.
- Es mucho más barato para el Estado, lo que no es pequeña cosa en virtud de la necesidad de ser más eficientes en el gasto público.
- Tiene menos consecuencias que la prisionalización, puesto que la persona que cometió el delito puede adecuarse a su situación, aceptando la responsabilidad y resarciendo el daño causado.
- Se controlan los movimientos, a diferencia de la libertad condicional sin dispositivo, lo que hace más compleja la posibilidad de reincidencia.
- Con el rostro femenino de la delincuencia, permite a las mujeres jefas de hoja seguir con la atención de sus hijos, con el beneficio social que esa situación lleva implícita.
En ese sentido me parece que la actual administración de Carlos Alvarado ha retrocedido en una visión que coloque a la reinserción social del delincuente como un hecho esencial para la convivencia pacífica de la sociedad costarricense.
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