Durante los últimos años he sostenido la necesidad de una reforma constitucional que mediatice la intervención de la Asamblea Legislativa en la esfera judicial, y que sustituya a la Corte Suprema de Justicia como jerarca de la administración interna de la Judicatura. Los mecanismos vigentes, que tienen más de 150 años de edad, eran inadecuados desde el principio, pero es en los últimos decenios cuando han mostrado sus graves deficiencias, dando lugar a distintas formas de corrupción y de degradaciones autoritarias que llegaron muy lejos, con los nefastos resultados que hemos conocido y lamentado; y la reforma planteada se dirige precisamente a sustituir las reglas constitucionales inconsistentes por otras aptas para actualizar un modelo organizativo que asegure la realización de los grandes valores de la Justicia.
En ese orden de cosas, al igual que otros ciudadanos he denunciado lo que estimo inequidades y abuso de poder de parte de la Corte Plena en materia salarial, prestaciones y pensiones; pero no creo que esos excesos autoricen al Poder Ejecutivo o al Poder Legislativo a tener como no existente el círculo de exclusividad garantizado por la Constitución a la Judicatura, en garantía de su independencia.
Como sistema en sí, la Judicatura posee un blindaje constitucional explicitado en normas muy puntuales (artículos 9, 154 …), entre las que quiero destacar la del segundo apartado del artículo 177, dirigida a garantizar la llamada ‘independencia económica’ del Ramo Judicial. Recordemos que este segundo apartado del artículo fue introducido al texto constitucional en virtud de una reforma aprobada por la Ley 2.122 del 22 de mayo de 1957, gracias al esfuerzo tenaz del magistrado don Evelio Ramírez, secundado por el Presidente Baudrit: ambos sabían que la independencia judicial quedaría en cierta medida comprometida mientras los ingresos y los gastos del Sistema estuvieran confiados a la ‘buena voluntad’ de los políticos.
De modo que, a partir de entonces, la Corte (jerarca administrativo de la Judicatura: artículo 156 ib.) pudo disponer de un monto mínimo seguro para trazar sus políticas edilicias, salariales, etc. para lo cual debía utilizar prudencialmente los criterios de razonabilidad y proporcionalidad del buen administrador, dentro de la esfera de lo lícito y sin perjuicio de los derechos fundamentales de las personas (límite de convencionalidad verificable por la Corte Interamericana de Derechos Humanos). Y los años siguientes vieron surgir lo que los criticones llamaron la Etapa Faraónica del Poder Judicial (con sus Pirámides de Keops, Kefren y Micerino en el Barrio González Lahmann); etapa que, por cierto, hizo posible que, con el tiempo, usuarios y funcionarios contaran con edificios dignos y funcionales en las cabeceras de provincia y en muchas ciudades del centro y la periferia del País; y vieron funcionar un plan de becas que ha permitido a la Judicatura, pero también a la Academia y a Costa Rica en general, contar con una pléyade de post-graduados de primera calidad, cuya influencia ha trascendido nuestras fronteras.
Es cierto, en fin, que las malas influencias provenientes de las altas esferas del poder, y la propia arrogancia (y la propia cupiditas) condujeron a muchos magistrados, en uso de sus prerrogativas legales y constitucionales, a la adopción de decisiones abusivas y prácticas claramente ilícitas, comprometiendo por igual los fondos públicos y el prestigio moral de la Corte y de la entera Judicatura. Y también es plausible suponer que una planificación central técnicamente adecuada podría haber sido eficaz para prevenir, o al menos atenuar, desde el vértice salarial y otros, la crisis fiscal que nos golpea. Pero ¿y la Constitución?
La Constitución ha dispuesto tres esferas separadas del poder jurídico del Estado, recíprocamente intangibles, excepto en lo que la propia Carta expresamente determina: el control de constitucionalidad y el control de legalidad por parte de la Corte, el nombramiento de los magistrados por parte de la Asamblea; de modo que, por ejemplo, salvo disposición en contrario, ninguna ley ordinaria podría autorizar interferencias de órganos ajenos dentro de la esfera exclusivamente judicial.
Ahora bien, la doctrina constitucional moderna tiene claro que los poderes de los órganos llamados supremos, no sometidos a límites constitucionales expresos, no por ello operan, por así decirlo, en el vacío axiológico: también ellos se encuentran limitados por normas meta-constitucionales provenientes de los valores de la Filosofía Política correspondiente a la esfera cultural a la que el Estado pertenece: los valores humanitarios, republicanos, democráticos heredados de la Cultura Greco-Latina e inculcados en la conciencia del jurista como un deber ser. Esos valores meta-constitucionales son los que en último término, deben determinar la conducta de los tribunales más poderosos del Mundo (la Corte de la Haya, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Europea, et al.) en su aparentemente libérrima tarea de interpretación de las normas positivas supremas.
Creo que ni la Asamblea Legislativa ni el Poder Ejecutivo pueden interferir en la esfera judicial más allá de lo que la Constitución establece, aunque tengan sobradas razones económico-financieras para estimar que eso podría ser lo mejor. Pero por su parte los magistrados de la Corte están sometidos a un deber de auto-contención en el ejercicio de los poderes que la Constitución les atribuye, derivado de los valores de austeridad, decoro y moderación que son inherentes a la naturaleza de sus funciones, de acuerdo con los ideales de nuestra cultura. Obtenida la ‘independencia económica’, don Evelio Ramírez y don Fernando Baudrit, don Ulises Odio y don Fernando Coto, no se lanzaron sobre el Erario Público para escalar sus sueldos y pensiones; no invocaron una supuesta e impresentable ‘competitividad’ para prodigarse ventajas, como si la Justicia fuera el mercado. Entonces el decoro predominaba sobre la codicia.
En las circunstancias actuales del País hay una sola solución, que no está en la esfera legal, sino en la esfera moral: los miembros de los llamados Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial no deben aproximarse como titulares de poderes blindados, sino como servidores públicos abiertos a una conciliación cuya meta final sea el beneficio de los más carenciados. En el camino hacia esa meta deben quedar abandonadas, por la vía de la renuncia voluntaria por parte de la Corte, todas las ventajas y privilegios que exceden los límites de una retribución decorosa de la labor judicial. ¿Seremos capaces?
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