Los dos años anteriores he estado conversando con varios amigos economistas sobre la situación fiscal de país. Meses atrás, concluimos que el peor escenario en el que podríamos encontrarnos a fines de setiembre es el actual. A nivel internacional, el país genera fuertes dudas sobre su capacidad de resolver el problema. Ello repercute en el nivel de confianza de las entidades que históricamente han financiado nuestro endeudamiento. Si fuéramos Japón, no tendríamos ese problema pues, aunque tienen un déficit fiscal de más del 100% de su PIB, tienen esa deuda consigo mismos. Nosotros le debemos a prestamistas internacionales y ya no quieren seguir prestándonos lo que nos permite financiar la gestión del Estado que hemos gozado en décadas recientes. Fin de la fiesta.

Estamos ante un conflicto clásico, donde lo que hay es una incompatibilidad de metas. La contradicción no tiene tanto que ver con política e ideología como con el sentido de pertenencia a un grupo heterogéneo y diverso, complejo y dinámico, que llamamos nación. La nación es el pueblo. Somos todos. Es uno de los tres elementos esenciales para que exista un Estado: territorio, soberanía y población. Para formar parte de una nación no es requisito ser todos igualiticos. Basta con que asumamos el compromiso de fortalecer, con nuestros actos y comportamientos, a esa etérea entidad colectiva que conformamos todos los ciudadanos de la República, incluyendo a los que no votan por la razón que sea y a los que nacieron en otro territorio.

Luego de escudriñar por años en el trasfondo de la crisis fiscal y de la polaridad política,  de la desigualdad socioeconómica y de la creciente violencia, del abrumador costo de vida y del ensordecedor bochinche en el que nos des-comunicamos, la incompatibilidad que percibo es que queremos seguir viviendo tan bien o mejor de lo que vivimos sin pagar la contraprestación correspondiente. Sin ella, es imposible que nuestra colectividad posea la riqueza necesaria que alcance para que, individualmente, yo siga viviendo así de bien. Y vos también. Y mis compas. Y los tuyos. Los números no dan.

Mientras más nos esforzamos por preservar nuestros beneficios y mantener nuestra zona de confort, más debilitamos y empobrecemos lo colectivo. Otro vivo ejemplo de la tragedia de los comunes: lo que es de todos no es de nadie y a nadie le importa tanto como lo que me es propio. En criollo, estamos matando la gallina de los huevos de oro. ¡Y vaya que ha sido generosa mamá gallina con la abundante riqueza que nos ha dado! Todavía no está muerta, pero está pataleando. De lo que trata un plan fiscal es de aflojarle el estrujamiento al pescuezo para que al menos respire tranquila. Ni hablar en estos momentos de sostenibilidad ni de prosperidad. Si somos incapaces de solidaridad y de patriotismo, aquellos otros valores colectivos que conforman una sociedad del bienestar mejor los dejamos para después. Apenas los menciono porque son la prioridad.

De la asfixia que sufre la gallina no se salva nadie: es tan responsable el que evade o elude impuestos como el que percibe un salario o una pensión y no crea el valor que le corresponde en el ejercicio de sus funciones. Es tan responsable el que gestiona la exención del pago de impuestos para su grupo de interés económico, como el que gestiona privilegios pecuniarios para su gremio a costas del Estado. Es tan responsable el que acomoda las sillas del Titanic mientras el barco se hunde, como el que barre el polvo debajo de la alfombra para que otro venga más adelante a limpiarlo. Además, todos somos víctimas.

Este individualismo que aqueja a nuestra nación nos impide, a todos, ver el bosque, ver el panorama más amplio, abstraernos del bochinche diario y ver la situación en silencio, desde lejos, contrastando el contexto doméstico con el internacional, y entender que estamos peligrosamente cerca de que la gallina deje de respirar. Nadie en su sano juicio querría que eso sucediera. Hemos visto recientes ejemplos, incluso en ordenamientos jurídicos tan robustos como la Unión Europea, colapsos fiscales que han obligado a los países a realizar dolorosas reformas impuestas desde afuera. Pero ese es otro cuento.

Así las cosas, mis amigos economistas y yo fallamos en pronosticar el peor escenario llegado octubre. Si bien estamos al límite matemático de las finanzas públicas, la situación la agrava una tóxica interacción entre los actores políticos que se tienen desconfianza, se malquieren, se maltratan, se ofenden, se distancian, son incapaces de trabajar juntos por el bienestar de todos, con visión de largo plazo y sentido estratégico de transformar el conflicto. Suficiente hemos visto ya para saber que esta no es la misma Costa Rica de unos años atrás. No pareciera ir quedando más remedio que lanzar un plan de paz para evitar que el conflicto se haga más complejo y escale más allá de lo fiscal. De ello hablaremos pronto.

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