Sin duda, hay textos que se leen con interés académico y hay otros que se leen con pena ajena. El artículo de Mía Fink, estudiante de Derecho de la UCR que pretende “desenmascarar” al sionismo como un movimiento antisemita y cristiano, pertenece, lamentablemente, al segundo grupo.

Escribe con una ligereza pasmosa sobre judaísmo, sionismo e historia, basando toda su “autoridad” en haber leído a Ilan Pappé, historiador israelí conocido por ser un militante político y no por riguroso del método científico. Y esto se nota desde la primera línea de lo que repite sus tesis sin contrastarlas, demostrando no solo su ignorancia sino su confianza en un discurso sesgado y dogmático.

El primer y más grave error de Mía es afirmar que el sionismo “no tiene nada que ver con el judaísmo”. Quien diga eso no ha entendido ni la historia judía ni el concepto mismo de pueblo judío, por cuanto el judaísmo nunca ha sido solo una religión, sino una identidad nacional y espiritual de más de tres mil años, cuyo centro simbólico, espiritual y geográfico siempre fue Sion, es decir, Jerusalem.

Las plegarias diarias, el Kadish, la Amidá, el seder de Pesaj y hasta Yom Kipur repiten una y otra vez el anhelo del retorno a Sion; incluso los salmos lo mencionan en varios espacios. El sionismo no “inventó” ese deseo, simplemente lo organizó políticamente en la era moderna: lo transformó de un rezo a un proyecto nacional. Llamar a eso “antisemitismo” es de una ignorancia monumental.

Utilizar a Ilan Pappé para hablar de historia de Israel es como basarse en un activista antivacunas para explicar inmunología. Pappé ha sido criticado por su sesgo y falta de rigor por historiadores como Benny Morris o Efraím Karsh, quienes le acusan de ideologizar la historia. Pappé no es un “ilustre” historiador neutral: es simplemente un militante antisionista que ha reconocido públicamente que su compromiso político pesa más que la exactitud de los hechos, por lo que citarlo como fuente de autoridad histórica no demuestra rigor, sino un sesgo previsible.

Hay que entender, además, que Pappé no negó el sionismo judío, sino que lo presenta como una adopción de ideas cristianas previas del siglo XVII, asociándolo a la teología milenarista o las teologías de la dispensación (siglo XIX), donde el retorno de los judíos a la Palestina histórica precedía la redención final. Para los cristianos con esta concepción, lo importante era la profecía, no la soberanía.

Sin embargo, olvidó mencionar que el movimiento sionista surgido en el siglo XIX nace como un movimiento nacionalista y laico, como respuesta al antisemitismo. No depende de una teología cristiana, sino de la idea de la autodeterminación de los pueblos y el retorno a su tierra ancestral: la de los rezos milenarios, Sion. Personajes judíos promotores del sionismo como Herzl, Pinsker, Weizmann o Ha’am no eran evangelistas; eran judíos que entendieron que, sin soberanía, el pueblo judío seguiría a merced del odio. Incluso Shlomo Sand, otro historiador antisionista, reconoce el origen del sionismo como movimiento judío secular.

Ahora, decir que el sionismo es “antisemita” es una afirmación absurda, que muestra la ignorancia de la autora del artículo. El antisemitismo fue la razón del sionismo, no su esencia. Mientras los judíos eran expulsados, masacrados y quemados en Europa, los líderes sionistas levantaron una bandera de dignidad con la idea de que el pueblo judío tiene derecho a existir y defenderse en su propio hogar. Reducir eso a “supremacismo” es insultar la memoria de quienes murieron precisamente porque no tenían un Estado que los protegiera.

Los pogromos rusos, los guetos polacos, las leyes de Núremberg y la shoah no fueron obra del sionismo, sino del antisemitismo europeo. Y fue ese mismo antisemitismo el que confirmó, a sangre y fuego, que Herzl tenía razón: sin soberanía judía, no habría supervivencia judía.

La autora intenta blindarse del debate afirmando que “quienes somos personas judías” debemos oponernos al sionismo. Pero basta leer su texto para notar que su relación con el judaísmo es meramente biográfica, no vivencial ni intelectual. Incluso se puede decir que su cercanía con el judaísmo solamente sirve para tokenizar algunas causas, para darse una autoridad que no posee: no habla en nombre del judaísmo, habla a título personal.

Cita el concepto de Tikun Olam (reparar el mundo) como si fuera contrario a los principios del sionismo, sin señalar la gran cantidad de organizaciones judías sionistas que hacen Tikun Olam. Basta revisar la lista de organizaciones sionistas que realizan esta labor de manera desinteresada basada en los principios del judaísmo a profundidad. Mía habla de “valores judíos” en abstracto, pero desconoce el contenido halájico, litúrgico e histórico que los sustenta; de lo contrario no hablaría con tanta ligereza.

El judaísmo no es un club moral donde cualquiera puede reinterpretar los conceptos a conveniencia ideológica; es una tradición milenaria que une a un pueblo disperso en la historia con su tierra, su idioma y su memoria. Al negar ese vínculo no se está dando una opinión, sino mutilando la identidad judía.

Otra falacia repetida sin análisis es que el sionismo es un “proyecto colonial”. El colonialismo implica la conquista de un territorio extranjero para explotar sus recursos. Israel no tuvo ese origen: el pueblo judío regresó a su tierra ancestral después de casi dos mil años de exilio forzado, a reconstruir. Los primeros kibutzim eran comunidades agrícolas que compraban terrenos áridos y pantanosos y los convertían en vida, no en bases militares.

Hoy nadie serio sostiene que “Palestina estaba vacía”. Herzl y sus contemporáneos decían que la región estaba despoblada en grandes zonas y que el retorno judío podía coexistir con las comunidades asentadas en ese territorio. De hecho, antes de 1948, el movimiento sionista compró legalmente tierras al Imperio Otomano y a propietarios árabes, generando empleo y desarrollo.

La narrativa de “limpieza étnica” ignora adrede el contexto histórico. La guerra de 1948 fue iniciada por cinco ejércitos árabes que invadieron el naciente Estado judío con la intención explícita de exterminarlo. Miles de árabes huyeron —algunos por miedo, otros por orden de sus propios líderes o expulsados durante el conflicto— mientras cientos de miles de judíos fueron expulsados de países árabes, sin que se les haya indemnizado ni reconocido sus derechos. Pero muchos no lo necesitaron porque encontraron en Israel su hogar. La historia completa es compleja, pero tergiversarla para demonizar a un solo lado es deshonestidad intelectual.

Fink repite sin pausa que Israel es un Estado de “apartheid” o que comete “genocidio”. Pero al comprobar que los ciudadanos árabes votan, estudian, trabajan, tienen partidos políticos, médicos, jueces y diputados en el Parlamento, se cae el mito del apartheid. Hablar de genocidio cuando no hay una acusación formal en cortes internacionales es una burla a las verdaderas víctimas de genocidios históricos.

Cierra su texto pidiendo “leer, pensar críticamente y reflexionar”. Pero pensar críticamente implica conocer lo que se critica, no repetir mantras ideológicos. Criticar el sionismo sin haber entendido el judaísmo es como criticar la física cuántica sin saber matemáticas. El sionismo no es supremacismo, ni cristianismo, ni colonialismo: es el derecho del pueblo judío a la autodeterminación, reconocido por la ONU en 1947 y sostenido por una historia milenaria.

Quien no lo entienda, que lea la Biblia, los Salmos, las oraciones del exilio, o simplemente escuche un rezo de la Amidá, donde se ha clamado por la restauración de Jerusalem durante siglos. Ahí está el verdadero sentido de Sion.

El problema no es leer a Ilan Pappé. El problema es que no ha leído al pueblo judío. Y si alguna vez lo leyó, nunca lo entendió.

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