Darío dijo alguna vez que los ticos tenemos más savia que flores. Anticipaba, así, algo que hoy sabemos de sobra: la poesía se nos da muy, muy mal, pero tenemos buenos prosistas. Y habría que agregar que, para entonces, más que novelistas, lo que teníamos eran excelentes cuentistas y brillantes ensayistas y columnistas.

Martí, al visitar nuestro país, se sorprendió de las bibliotecas que encontró en residencias particulares, de la curiosidad intelectual de los ticos y de su hondo sentimiento democrático. Decía, además, que en las discusiones y tertulias participaban magistrados y artesanos de igual a igual. Y nos pintaba, en verdad, como la última chupada del mango en lo que atañe a valores republicanos.

Estos dos testimonios podrían sugerirnos, entonces, que al menos a fines del siglo XIX, la sociedad costarricense era, digamos, educada, civilizada y con una cierta predilección por el mundo de las ideas. La socialdemocracia rural de la que nos hablaban los intelectuales del PLN era, pues, una socialdemocracia prosaica, alejada de todo arrebato lírico, porque ¿para qué metáforas sin elecciones?

Nada de esto, sin embargo, logró concitar una vocación memoriosa. Y seguro por eso don Luis Ferrero insistía en que no nos gustan muchísimo los monumentos. Don Luis se lamentaba de que nunca erigimos un monumento al boyero y a la carreta en San José. Se lamentaba de que, en lugar de esculturas y plazas, pusiéramos unas insulsas placas que pasan inadvertidas para los ciudadanos.

En el más reciente episodio de La Telaraña, Jurgen Ureña, cineasta, y David Díaz-Arias, historiador, conversaron sobre monumentos. Y conversaron, de forma especial, sobre nuestro Monumento Nacional. Esa obra grandiosa que encarna los afanes de construcción de una idea de Nación. Ese maravilloso montaje escultórico que, incluso, supone una aparente cinemática desde el punto de vista de quien la contempla desde abajo. Ese referente espacial a cuyos pies cayó herido Tobías Bolaños y en cuyas alturas hace un tiempo divisamos aherrojado, como un Odiseo evangélico, al exdiputado Carlos Avendaño.

Pierre Nora hablaba de los lugares de la memoria como de restos, como aquello que queda. Se refería a una memoria que ya no existe en estado espontáneo: la forma que adquiere la memoria histórica cuando ha dejado de ser una vivencia y se ve obligada a materializarse y organizarse para sobrevivir. Ignoro cómo serán los monumentos del futuro. Ignoro qué tipo de restos dejaremos para configurar la memoria del porvenir.

Don Luis Ferrero se preguntaba por qué no erigimos monumentos de los bichos que salen en Los cuentos de mi tía Panchita. Quién sabe… Tal vez en el futuro no tengamos estatuas de ese par de vivazos embusteros que son Tío Conejo y Tío Coyote, pero sí una ciudad inundada de estatuas y murales de jaguares paganos. Y tal vez haremos de las cuentas troles auténticos monumentos digitales. Y tal vez los Daríos y los Martís del futuro seguirán sorprendiéndose de esa extraordinaria cultura democrática de los ticos. Quién sabe…

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