Durante las últimas décadas, el mundo ha sido testigo de una transformación silenciosa pero profunda que empieza a tomar fuerza: el desplazamiento del modelo neoliberal globalista, a una nueva forma de globalización liderada por China. No se trata simplemente de una pugna económica, sino de un cambio civilizatorio. Beijing ha logrado revertir, con inteligencia estratégica y visión científica, los efectos devastadores de la globalización hegemónica occidental, aquella que impuso un modelo único, excluyente y uniformador, bajo la máscara del “libre mercado”.
Mientras Occidente adoptó el libre mercado como dogma, algo así como un credo incuestionable al servicio de las élites, China lo asumió como un sistema con reglas científicas. En el modelo chino, el mercado no es fin en sí mismo, sino un instrumento al servicio del bienestar colectivo. La diferencia es abismal: el neoliberalismo transformó la economía en una guerra de clases contra las grandes mayorías y la naturaleza, mientras China, en cambio, la integró en su doctrina socialista con características propias, orientada al desarrollo armónico y a la mejora de la calidad de vida del pueblo en su totalidad. Ahí radica la esencia de su visión científica del desarrollo: no ideológica, sino pragmática, adaptada a las condiciones nacionales y con un sentido ético del progreso. Mientras el neoliberalismo se define por su extremismo en todos los campos, el socialismo chino se define por su búsqueda constante del equilibrio.
Una de las mayores contradicciones de la globalización neoliberal es su discurso sobre la igualdad. Occidente proclama que “todos somos iguales” y que “la desigualdad está mal”, pero guarda un silencio cómplice ante la desigualdad económica. Promueve la igualdad abstracta —de género, identidad, cultura o creencia—, mientras tolera, e incluso legitima, que una minoría concentre la riqueza y el poder real. Esa es la gran hipocresía del mundo liberal: predica la igualdad simbólica mientras practica la desigualdad material. Defiende la libertad individual, pero sacrifica el bienestar colectivo. Su relativismo moral se sostiene sobre la desigualdad económica global que alimenta su propio privilegio.
En cambio, China, sin negar la diversidad cultural o ideológica del planeta, busca una igualdad sustantiva: elevar el nivel de vida, reducir la pobreza, garantizar empleo, educación, salud y dignidad. No ven esto como un negocio, sino como un deber. No es un discurso moral, sino un proyecto civilizatorio basado en resultados concretos. La globalización occidental, presentada como el fin de la historia, terminó revelando su verdadero rostro: una estructura de poder económico, político, militar y cultural destinada a concentrar riqueza y controlar pueblos. Bajo el discurso de la democracia liberal y los “valores universales”, el resultado en su propia casa ha sido exactamente lo contrario: desigualdad creciente, destrucción ambiental, crisis del Estado de bienestar y erosión de las democracias.
Mientras Occidente defiende el mercado como dogma, China lo utiliza como herramienta. Mientras el capitalismo neoliberal privatiza los beneficios y socializa las crisis, el modelo chino busca socializar los frutos del desarrollo. Ahí radica la diferencia entre una globalización hegemónica excluyente, ideológica y depredadora, y una globalización inclusiva, pragmática, cooperativa y plural.
China comprendió con lucidez histórica que debía enfrentar al orden hegemónico usando las mismas reglas, en la misma cancha, pero con fines opuestos. Si la globalización occidental fue un instrumento de dominación, la globalización china pretende ser un camino de cooperación inclusiva. Su propuesta, una globalización sin imposiciones políticas ni culturales, reconoce la diversidad real del mundo. No busca imponer un modelo único ni una cultura cosmopolita uniformadora, sino permitir que “florezca el jardín de las civilizaciones”, como ha expresado Xi Jinping en su Iniciativa para la Civilización Global.
China, que alguna vez fue vista como “el proletariado del mundo”, la fábrica planetaria, ha logrado ascender a una posición de dignidad en el concierto de las naciones. Ha demostrado que es posible el desarrollo con soberanía, identidad y justicia social. Lo ha hecho sin renunciar a su modelo propio y demostrando que la verdadera modernidad no consiste en copiar a Occidente, sino en superarlo manteniendo la identidad propia. De ahí la famosa frase: modernización sin occidentalización.
El ascenso chino representa una revolución silenciosa. En términos dialécticos, la histórica lucha de clases se ha trasladado al terreno geopolítico: el Sur, antes subordinado, empieza a disputar su lugar en la historia. China ha superado a Occidente en tecnología, infraestructura, comercio y estabilidad social, sin romper su equilibrio cultural ni su cohesión política. Mientras tanto, el Occidente neoliberal se consume en su propia contradicción: siguiendo las mismas reglas del mercado, obtiene los peores resultados. La fe ciega en el mercado ha destruido el tejido social, debilitado la democracia y empobrecido a sus clases medias. Es el costo de haber convertido la economía en religión y la ideología en dogma.
El mundo asiste, sin comprenderlo del todo, al final del monopolio ideológico de Occidente. La historia no terminó; cambió de protagonista. China encarna una nueva etapa de la globalización: inclusiva, plural, civilizatoria. Su ascenso no es una amenaza, sino una oportunidad para construir un mundo donde la economía sirva al ser humano, y no al revés. Y esa es, quizás, la lección más dura y más necesaria que Occidente tendrá que aprender.
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