El empleo es uno de los grandes desafíos de Costa Rica. Pero más que falta de trabajo, lo que tenemos es una brecha profunda entre lo que se enseña y lo que nuestra gente realmente necesita para avanzar.
Miles de jóvenes terminan el colegio sin saber qué sigue. Otros ni siquiera lo concluyen porque no le encuentran sentido o porque tuvieron que empezar a trabajar en lo que apareciera. Están también los que no consiguen un cupo en la universidad, los que no pueden pagar una formación privada o los que simplemente no quieren, o no pueden, pasar cinco años sentados en un aula.
Así nace una generación que crece con talento, pero sin horizonte, con ganas de salir adelante, pero sin un camino claro.
Me enfoco tanto en el INA porque ninguna política de seguridad será sostenible si no existe una política de oportunidades. Cada joven que abandona el sistema educativo sin alternativas se convierte en terreno fértil para la frustración y, muchas veces, para el reclutamiento del crimen organizado. Estoy segura de que un INA moderno puede ser la herramienta más poderosa de prevención social del delito porque la verdadera seguridad se construye con educación, empleo y esperanza.
El INA no puede seguir siendo una institución que acumula cursos, recursos y burocracia. Con un superávit superior a 350 millones de dólares, es evidente que el problema no es de dinero, sino de dirección. Esa energía estancada hay que despertarla, modernizarla y ponerla al servicio de la gente.
El otro gran motivo por el que insisto en reformarlo es porque el INA impulsa la productividad nacional. Sin talento humano no hay competitividad ni desarrollo posible. Cada empresa que llega a Costa Rica necesita técnicos calificados, habilidades blandas, bilingüismo y hoy esas herramientas escasean. Esa brecha limita nuestro crecimiento económico y solo un INA moderno, flexible y conectado con el sector productivo puede cerrarla.
Adaptar el INA a la vida real también significa entender cómo ha cambiado la forma de trabajar y de vivir en Costa Rica. El país necesita una educación que se acomode al ritmo de la gente, no al revés. Por eso el INA debe ofrecer horarios flexibles, fines de semana y modalidades virtuales, para que estudiar no sea un lujo reservado a quien puede dejar de trabajar, sino una oportunidad real para quien busca salir adelante.
Además, el INA tiene que estar presente en todo el territorio nacional. Necesitamos un sistema que llegue a las costas, a las fronteras y a las zonas rurales con programas diseñados según la vocación productiva de cada región, para que la formación técnica sirva al desarrollo local y no dependa de la distancia con San José.
Esto requiere entender, de una vez por todas, que no todo el mundo quiere un trabajo fijo o estar en una planilla. Costa Rica está llena de trabajadores independientes, artistas, deportistas y emprendedores que necesitan otro tipo de habilidades. Para ellos, el INA será su primer socio, les enseñará a formalizar su negocio, manejar sus finanzas, vender en línea y exportar. Porque la educación técnica no solo debe preparar empleados, sino también creadores de empleo.
Esta transformación no requiere nuevas instituciones ni más burocracia. Requiere decisión, gestión y valentía para cambiar la forma en que medimos el éxito. Hoy, el INA se evalúa por la cantidad de cursos impartidos; mañana, debe medirse por la cantidad de vidas transformadas.
Si logramos ese cambio, el INA se convertirá en mucho más que una institución educativa: será una herramienta de transformación nacional. Capaz de impulsar la productividad, reducir la desigualdad, fortalecer la seguridad y devolverle esperanza a una generación que siente que el país ya no le ofrece oportunidades.
Es hora de que el Estado deje de prometer empleo. Es hora de construir el futuro de Costa Rica, desde la educación. Ese es el siguiente paso.
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