Nos prometieron un futuro laboral más flexible, universidades más conectadas con la realidad y capacitaciones que nos prepararían para la economía digital. Sin embargo, lo que vemos hoy es un espejismo. Adoptamos herramientas nuevas, pero conservamos las viejas mentalidades. Seguimos midiendo horas en lugar de resultados, dictando clases del siglo XX en plataformas del XXI y acumulando cursos en lugar de desarrollar competencias reales. Nos llenamos la boca con palabras como “transformación digital” o “teletrabajo”, pero en el fondo, seguimos haciendo lo mismo de siempre, solo que frente a una pantalla.
El liderazgo digital, tan mencionado y tan poco comprendido, no tiene que ver con manejar plataformas o implementar inteligencia artificial, sino con rediseñar cómo pensamos y cómo dirigimos. Liderar en digital significa construir confianza, dar autonomía, medir por impacto, y sobre todo, saber dejar de controlar cada movimiento. Las organizaciones que entendieron esto no necesitan jefes pegados al reloj, sino líderes que diseñan sistemas donde las personas puedan rendir mejor desde donde estén.
En cambio, muchas empresas que “vuelven a la oficina” no lo hacen por necesidad operativa, sino por miedo. Miedo a perder poder, miedo a no ver, miedo a cambiar. Confunden presencia con compromiso, y su cultura sigue anclada al control y la desconfianza. Este retroceso no solo frena la productividad: desmotiva al talento joven, que ya no tolera entornos rígidos ni procesos absurdos. Las nuevas generaciones no “adoptan” lo digital: lo exigen. Buscan propósito, flexibilidad, feedback constante y herramientas modernas. Si no lo encuentran, se van.
Las universidades también viven su propio estancamiento. Durante la pandemia digitalizaron la docencia, pero no innovaron el aprendizaje. Ponen PDFs en un campus virtual y creen que eso es transformación. Mientras tanto, el mercado laboral cambia a un ritmo que los planes de estudio no pueden seguir. En otros países se avanza con modelos modulares, microcredenciales y prácticas reales: en Singapur, cada adulto tiene créditos de formación asignados; en Estonia, la digitalización estatal facilita un ecosistema 100% remoto; en Alemania, el sistema dual integra educación y trabajo de manera efectiva. Aquí seguimos atrapados en estructuras que premian la teoría desconectada y castigan la experimentación.
La capacitación profesional tampoco escapa a este síndrome. Abundan los cursos sin propósito, los webinars que nadie aplica, los certificados que decoran un perfil de LinkedIn pero no cambian el desempeño. Formamos por cantidad, no por impacto. El verdadero liderazgo digital debería enfocar la formación como una estrategia de valor, no como un gasto administrativo: pocas habilidades, bien elegidas, con práctica real y reconocimiento tangible.
Nos estancamos porque confundimos digitalización con transformación. Digitalizar es subir lo mismo a una nube; transformar es repensar el sistema completo. Y esa diferencia depende del liderazgo. Un liderazgo que se atreva a rediseñar horarios, medir resultados, permitir el error, respetar la desconexión, y poner la confianza por encima del control. Un liderazgo que entienda que la tecnología no reemplaza el criterio, sino que lo amplifica.
No necesitamos más discursos sobre el futuro del trabajo. Necesitamos líderes que lo construyan. El teletrabajo, la educación digital y la capacitación continua no son tendencias: son estructuras de un nuevo contrato social con el talento. Si no avanzamos hacia ese modelo, no es por falta de tecnología, sino por falta de decisión. Y el tiempo para decidir se nos está acabando.
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