Si bien la construcción de las infraestructuras urbanas se ha considerado tradicionalmente una responsabilidad exclusiva de la arquitectura, el urbanismo y las ingenierías, los acontecimientos ocurridos en los pasados días de octubre nos han recordado las profundas implicaciones sociales que estas tienen sobre la vida cotidiana. Por ello, las ciencias sociales resultan fundamentales para comprender dichos sucesos.

El texto de Stephen Graham, Ciudades perturbadas: cuando las infraestructuras fallan, constituye un importante aporte desde la geografía social para entender que aquellas infraestructuras presentadas como “necesarias para el progreso” no siempre funcionan como se espera. Si bien las inundaciones urbanas son cada vez más frecuentes, estos eventos tienen antecedentes históricos. Por ejemplo, en 1891, el desarrollo residencial y la construcción del tranvía en Cartago ya causaban inundaciones.

Cartago, inundación, 1891

El proceso de urbanización no solo ha modificado la topografía de los terrenos y los cauces de los ríos, sino que también ha transformado las prácticas sociales de quienes habitan y usan el espacio día a día. En consecuencia, la creación de nueva infraestructura se articula inevitablemente con otras ya existentes —en buen o mal estado—, con las personas que las utilizan, con los elementos naturales presentes antes de su construcción y con las condiciones climáticas del momento, las cuales, en los tiempos actuales, resultan cada vez menos predecibles.

Ante este panorama, cabe preguntarse: ¿cuáles son las decisiones que motivan la creación de nueva infraestructura en nuestra Gran Área Metropolitana? ¿Qué se está priorizando y en qué medida se consideran las implicaciones sociales al construir infraestructura urbana? ¿Qué consideración reciben los elementos naturales —montañas, ríos, flora, fauna— en el diseño y la ejecución de estas obras? ¿Qué acciones estamos emprendiendo frente al cambio climático y sus impactos sobre las infraestructuras y la vida social? ¿Qué tan articulados se encuentran los actores responsables de su planificación y construcción? ¿Cuál es el papel de las personas en su uso y mantenimiento? Si año tras año la ciudad colapsa cada vez más con las lluvias, ¿qué decisiones tomaremos?

Quisiera rescatar una idea de la antropóloga india Vyjayanthi Rao, quien señala que actualmente predomina una incertidumbre que configura la vida cotidiana y se refleja en la manera en que planeamos y convivimos con las infraestructuras. Esta incertidumbre parece manifestarse en los propios procesos de planificación urbana, los cuales, en su mayoría, están orientados por el mercado y por dinámicas de urbanización descontrolada. En el caso de nuestro país, además, dicha planificación se rige por una lógica centrada en el automóvil como forma hegemónica de movilidad.

Hemos dejado de lado un marco ético y reflexivo de lo público, donde lo que prevalezca sea la convivencia con lo natural, con una escala pensada para las personas y con un involucramiento real de todas y todos en el diseño y la planificación de los espacios, de acuerdo con las necesidades colectivas.

Lo cierto es que la fórmula que hemos utilizado hasta hoy para construir infraestructuras —especialmente aquellas que median nuestra relación con el agua— no ha funcionado. Por tanto, debemos dejar de entenderlas únicamente como obras ingenieriles y reconocerlas como infraestructuras con implicaciones directas sobre la vida humana y social.

Las infraestructuras, más que simples instrumentos políticos que simbolizan el “progreso”, deben concebirse como actores dentro de la ciudad. Esta comprensión nos permitirá asumir que pueden funcionar o no, pero, si aspiramos a que funcionen, debemos pensarlas y construirlas de manera responsable y colectiva.

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