Palíndromo es una de esas palabras rebuscadas que se usan para impresionar. Significa lo mismo de atrás hacia adelante, que de adelante hacia atrás, y cuando se trata de números, se le llama capicúa. Es una simetría exacta, perfecta, pero inusual. Inusual, como el sentimiento cuando se ama. O por lo menos en algunos amores. Como el de Ana y Otto.
Y es que, cuando se ama, a veces se vive en palíndromo. Algunos empiezan por el inicio, otros por el final. Hay incluso quienes viven el amor en el puro medio —sin prólogo ni epílogo— y otros lo administran como una serie de episodios inconexos y salteados. Justamente así es el amor para Ana y Otto. ¿Pero cuál de todos ellos: el inicio, el fin, el medio, los capítulos? Sí, justamente. Así es el amor para Ana y Otto.
En 1998, el director español Julio Medem presentó Los amantes del círculo polar, una de las historias de amor más extrañas, íntimas y circulares del cine europeo, que le valió un lugar en el olimpo de los cineastas de culto. Una película que parece comenzar cuando termina y que termina cuando apenas comienza. Una historia donde el tiempo no es lineal (es decir, como la realidad, ¿no?), donde los nombres no son casuales y donde las vidas se rozan, se repiten y se hacen espejo, como si fueran dos lados de una misma palabra, como cuando se ama.
Ana y Otto (ambos nombres palíndromos, por supuesto) se conocen desde niños. Crecen juntos, se separan, se buscan, se pierden, se encuentran y se aman, pero nunca lo hacen al mismo tiempo. Siempre hay uno que llega un poco antes, o el otro llega un poco después. Como si el destino les jugara una broma de sincronías. Como si la vida les hablara en código, y el amor tuviera que resolverse en una ecuación con variables desconocidas.
La película no busca explicar el amor, ni ofrecer certezas. Solo conexiones. Porque Medem filma como se ama: con intuición, con dolor, con belleza. Filma como se sueña, como se recuerda algo que no sabemos si fue real o si lo inventamos por necesidad, algo que no sabemos si fue en el pasado o si es presente, si se ha cerrado o está abierto.
Porque el amor real es imperfecto. No tiene líneas rectas ni horarios de oficina, a veces no tiene ni palabras. Se vive desde adentro, como un incendio mudo: no grita, pero quema. No exige, pero ocupa espacio. Todo el espacio. Tanto que puede provocar miedo, dudas, alejamientos.
Hay quienes pasan la vida entera esperando una señal. Un encuentro. Un cruce de caminos que, de tan improbable, parece mágico. Algo para poder decir: “lo sabía”. A veces las señales llegan en la vigilia que precede al alba, en ese despertar de madrugada, extrañando lo que parece haberse escondido entre lo planeado y lo imprevisto. En el punto ciego del retrovisor del destino, donde todo podría pasar.
Los amantes del círculo polar no es una historia de amor en el sentido convencional. Es una historia de obsesión, de coincidencias, de repeticiones y de destinos —o de libres albedríos eligiendo libremente dejarse llevar por el destino—. Es un poema visual sobre cómo algunas personas se buscan toda la vida sin saber si realmente alguna vez se encontraron.
Así es cuando se ama: no importa cuándo ocurra, ni cómo, con tal de que suceda. Y cuando sucede de verdad, se queda. Se queda como se quedan las palabras que pueden leerse en ambos sentidos, como se queda un nombre que suena igual al derecho y al revés. Porque cuando algo es tan grande, tan perfecto, sería arrogante pensar que uno lo elige. No es uno, lo elige el destino.
Nota curiosa: Medem es palíndromo. Y el amor, a veces también (y la historia).
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