Desde que nació a finales del siglo XIX, el cine apareció como ese invento que nadie pidió pero que de un solo golpe capturaba la realidad y también la retorcía un poco. Los hermanos Lumière en realidad no estaban pensando en crear un arte ni en abrir debates filosóficos, estaban jugando con un aparato útil para la ciencia, la industria y uno que otro entretenimiento ligero. De hecho, Auguste Lumière lanzó aquella frase que hoy suena casi tierna “el cine es una invención sin futuro”. Para ellos era un juguete sofisticado, no un espejo cultural ni un arma política, pero el siglo XX siempre tan dramático y amante de la ironía, tomó ese invento modesto y lo convirtió primero en industria, luego en negocio y al final en un campo donde el capital decide qué vemos, qué recordamos y qué queda afuera del foco.

Cien años después, con toda esa historia cargada de estilos y tendencias, estamos en un escenario extraño, una pelea silenciosa por controlar el imaginario colectivo. Ya no es el director peleando con el estudio, ahora son plataformas completas tratando de monopolizar las pantallas y de paso, la creatividad. Nos ofrecen “contenido ilimitado” envuelto en amabilidad corporativa, pero detrás de esa sonrisa lo que se reduce es el viejo sueño cinematográfico, que termina empacado en catálogos rotativos administrados por algoritmos.

Netflix empezó en 1997 como un servicio tímido de alquiler de DVD por correo, nada hacía pensar que iba a terminar reescribiendo cómo consumimos cultura. En unos cuantos años, la empresa que mandaba sobres rojos a las casas aceleró la muerte del videoclub y convirtió el streaming en rutina diaria. Bajo la bandera de la comodidad, terminó imponiendo tendencias, moldeando gustos y borrando obras enteras con un click. La promesa de “democratizar el acceso” mutó en un monopolio suave, amable en la superficie, pero dominante al punto de influir no solo en lo que se distribuye, sino en cómo el mundo se narra y se imagina a sí mismo.

Con la llegada del streaming, ya no se “iba al cine”, se abría un menú, lo que antes era experiencia colectiva, ritual casi, terminó reducido a un catálogo interminable que se recorre con el cursor. El cine dejó de ser evento y pasó a ser mensualidad, Netflix impuso duraciones elásticas, estructuras pensadas para que el autoplay tome decisiones por vos. En este ecosistema, las historias se calibran según métricas y no según lo que quieren decir. La gran “revolución” del streaming no democratizó nada, solo convirtió el cine en un servicio cómodo, práctico, adictivo y perfectamente domesticado.

La compra de Warner Bros por parte de Netflix es otro recordatorio de que el futuro del cine ya no se decide en salas oscuras ni en festivales, sino en juntas corporativas. No es solo un acuerdo de 82.700 millones de dólares, es el momento en que una empresa que nació enviando DVD se traga un siglo entero de historia cinematográfica. Esa frase de “alianza estratégica” suena bien, pero es básicamente otro paso hacia la concentración total del mercado. Netflix no está sumando títulos, está absorbiendo linajes y el resultado es un imperio audiovisual donde la competencia se vuelve decorativa, la diversidad un adorno y el séptimo arte una línea más del inventario de una corporación que decide qué vemos y qué historias merecen seguir respirando.

La retórica de la innovación lo envuelve todo, pero el gesto es claro, no se trata de democratizar la cultura, sino de centralizarla hasta que la imaginación colectiva sea dócil, dentro de una sola plataforma.

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