A veces nos topamos con románticos y soñadores, y pensamos que están alucinando, que son locos. La confusión es común; nace de nuestro propio miedo. Porque muchas veces tenemos miedo de creer. Creer en las cosas, en las personas, en el destino, en nosotros mismos. El miedo nos frena. No debería ser así, deberíamos dar el salto, dejarnos caer… allá al final, algo o alguien está para recibirnos. Solo falta creer… y luego soltarse.
En 2015, Ridley Scott, un soñador, presentó una película de ciencia ficción protagonizada por Matt Damon, con la que dio una fuerte pelea en los Oscar. Buena hechura, actores reconocidos, música e imágenes de impacto. Tenía siete nominaciones; no ganó ninguna. La razón: una historia sobre la siembra de papas no es atractiva para vender… aunque estemos hablando de sembrarlas en Marte (ese mismo año la NASA tuvo las primeras evidencias concretas de la existencia de agua en estado líquido en Marte).
Pero The Martian, la película de Scott, no es solo sobre agricultura; es sobre perseverancia, sobre idealismo. Es la historia de un astronauta que debe esperar más de un año para ser rescatado de Marte y logra sobrevivir cultivando la tierra. Es una historia sobre no dejarse amedrentar por el aislamiento y la hostilidad; es la vida de un visionario, un soñador.
Y es que la frontera entre soñar (anhelar con fuerza) y alucinar (desvariar) es uno de esos espacios limítrofes de paso libre. No se sella pasaporte, no requiere visa. Es tan fácil dar el paso que nos deje del lado “socialmente no aceptado” que, a veces, cuando dejamos volar la imaginación, tenemos que controlar con precisión milimétrica su ubicación… para que nadie nos diga que estamos alucinando. Porque la idea es pasar a la posteridad como soñadores, como visionarios.
Ahora bien, es importante saber que la agricultura en Marte no empezó con Ridley Scott y Matt Damon. Inició en Italia, hace más de ciento treinta años.
Viajemos con la imaginación a 1877, al Observatorio de Brera, en Milán. Ahí está Giovanni Virginio Schiaparelli, ingeniero y astrónomo. Pionero en el estudio de Marte. Soñador.
En 1877, la posición de Marte es perfecta para observarlo por telescopio. Schiaparelli dedica noches enteras a estudiarlo, analizarlo, cartografiarlo. Todo muy normal, pero ahí, en la cartografía, es donde la historia se pone interesante.
El astrónomo italiano vio, estudió y cartografió una serie de cursos de agua que recorrían casi toda la superficie del planeta rojo: los canales de Marte.
Schiaparelli no habló de marcianos ni marcianas… pero cabe preguntarse: cuando un ingeniero de profesión ve unos surcos de agua que corren por kilómetros en línea prácticamente recta, algunos de forma casi paralela entre sí, ¿será que piensa que eso es una formación natural? Difícil de imaginar.
A estas alturas, vale la pena volver a The Martian. Porque lo que Scott muestra en pantalla —ese astronauta idealista que convierte un pedazo hostil de Marte en un terreno fértil— no está tan lejos de aquello que pudo haber vislumbrado Schiaparelli desde su telescopio. La película retoma, sin decirlo, la vieja idea de esos surcos que él dibujó: líneas que sugerían agua, vida… o al menos la posibilidad de ella.
Tal vez por eso la historia de Scott no es solo entretenimiento. Es un recordatorio de cómo funciona la mente del soñador: ve una cosecha de tubérculos donde otros solo ven polvo; vislumbra futuro y vida donde otros ven vacío. En The Martian, ese impulso se vuelve visible, como si pudiéramos tocarlo. No es una alucinación, es el trabajo por lograr cumplir una meta. Si Schiaparelli estuviera todavía con nosotros, habría sonreído al ver en la pantalla el eco de lo que alguna vez trazó, desde la distancia, en aquellas solitarias noches.
Si me preguntan a mí, así, “off the record”, me gusta pensar que Schiaparelli vio el futuro. Porque, como dije al inicio, hay solamente una delgada línea que separa al que llamamos loco del que llamamos visionario.
Claro, en 1877 pensar en vida y agricultura en Marte era una locura. Pero ahora, en el presente, es un proyecto. Así que “el loco de ayer” puede convertirse en “el visionario de hoy”.
Puede ser que Schiaparelli no vio el Marte de su momento; vio uno que estaba en el porvenir. Lo vio con las papas que sembró Matt Damon y con toda la ingeniería agraria necesaria para poder hacerlo habitable. Vio un Marte al que todavía no llegamos. Eso es ser visionario: lanzar la mirada en el tiempo hacia el futuro, hasta un lugar todavía no conquistado.
En diciembre me pongo a mirar el cielo; es más fácil distinguir ese punto de luz de color rojizo… nosotros acá “abajo” y allá “arriba” él, Marte. Tal vez las papas ya estén listas para la cosecha.
Me gusta imaginarlo de esa forma, así soy yo. En lo personal, creo que soy visionario. Algunos dirán que estoy alucinando.
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