Esta semana estoy en Nueva York de vacaciones y, con algo de decencia —o tal vez de remordimiento—, terminé en el aeropuerto una película que llevaba tres meses intentando ver. (Ya saben: cuando uno es papá, esposo y escritor, y además tiene un trabajo paralelo, la vida se va volando). En realidad, para ser honesto, me ha tomado veintidós años ver Lost in Translation, de Sofía Coppola.
El reflejo del viaje respecto a la película —en un país que habla un idioma que no es el mío— me llegó a través de las vivencias de Bob, el personaje de Bill Murray. No me detendré demasiado en la película, sino más bien en lo que detonó en mí.
Porque, ¿quién no se ha sentido atascado alguna vez? La vida está llena de altos y bajos que van moldeando al personaje que hoy interpretamos. Y, ¿quién mejor que un artista para hablar de ese subibaja que es simplemente respirar? Vivimos con el miedo constante al rechazo, al qué dirán, a si aquello en lo que trabajamos gustará o no, a los seguidores, al alcance. Tendemos a ser artistas del resultado, y olvidamos al artista del proceso.
Conozco colegas escritores —y de otras disciplinas también— que viven pendientes de lo que digan las redes sociales. En lo personal, y a riesgo de sonar obstinado, prefiero concentrarme en mi trabajo y dejar que él hable por mí. Si gusta o no, si los medios hablan mucho o poco de uno, el trabajo quedará ahí: como testimonio, como legado.
No se trata de fama, dinero o reconocimiento. Se trata de herencia. De dejar algo al mundo. De disfrutar el proceso artístico, con lo bueno y con lo malo, con la inspiración y con su ausencia. Hay un punto en la vida —un punto de madurez o de calma, quizá— en que aprendemos a silenciar el ruido exterior y enfocarnos en lo que tenemos para ofrecer.
Como diría Bob en la película:
Cuanto más sabes quién eres y qué quieres, menos te afectan las cosas”. (“The more you know who you are, and what you want, the less you let things upset you.”)
Y, queridos lectores de esta columna, eso aplica para todo en la vida. Como en el arte.
