Arranquemos con un breve repaso.
El 30 de enero pasado el presidente Rodrigo Chaves Robles anunció cambios en su gabinete y dijo que las personas que llegaban eran profesionales y amigos “de toda mi confianza”. En cuenta iba Juan Ignacio Rodríguez Araya, nombrado entonces director del Instituto de Desarrollo Rural (Inder) entre bombos y platillos al punto que La República tituló “Nuevo jerarca del Inder Juan Ignacio Rodríguez tiene gran conocimiento técnico y experiencia”.
Dos detalles, sin embargo, empañaban el nombramiento...
Juan Ignacio Rodríguez Araya fue presentado en el mismo acto en el que Francisco Gamboa Soto y Laura Fernández Delgado presentaron su renuncia.
Primero, el señor Rodríguez había logrado entrar al Inder en febrero de 2023 en condiciones cuestionables. En resumen, el hombre dijo que tenía un título en economía y el departamento de Capital Humano del Inder también sostuvo que era así. Un ciudadano se tomó el trabajo de averiguar y se topó con que nunca existió el aludido título. El episodio terminó escalando a la Sala Constitucional y a la Fiscalía General de la República.
Segundo, el señor Rodríguez había sido vinculado con el famoso Caso Azteca. Escuchas telefónicas del OIJ dieron cuenta de al menos siete llamadas en 2021 entre Rodríguez y Héctor Camelo Méndez, en las que el funcionario del Inder ofreció droga y discutió precios por kilogramo. La Fiscalía confirmó que Rodríguez figuró como sospechoso de ofrecer estupefacientes, pero no fue imputado porque no se concretó la transacción.
Naturalmente cuando ese dato estalló en prensa (una semana después del nombramiento) diputados de todas las bancadas tildaron la designación de negligente, torpe y peligrosa, y cuestionaron los protocolos de control de antecedentes del Gobierno. Chaves le pidió la renuncia al fugaz jerarca, quien duró apenas una semana en el puesto.
Hoy día Rodríguez mantiene una plaza en propiedad como técnico nivel D en el Inder, con permiso sin goce de salario hasta el final de la administración Chaves Robles.
El ciudadano que no se rinde
Douglas Salazar Cortés ha topado de frente con la apatía e inoperancia de la institucionalidad en este caso. En el INDER, por ejemplo, no han cesado de descalificarlo por sus cuestionamientos. El Consejo de Gobierno optó por hacerse el loco con el tema y la Fiscalía claramente no le ha dado prioridad a la denuncia, probablemente asfixiada entre todas las causas que acumula Chaves.
Don Douglas, sin embargo, no se resignó. Acudió a la Procuraduría de la Ética Pública (PEP) pues tenía por demostrado que Rodríguez mintió en su declaración jurada de oferta de servicios al afirmar que tenía un bachillerato en economía. No hay vuelta de hoja, mintió por escrito, bajo juramento y fue contratado por el INDER, que luego buscó cómo justificar el nombramiento. Salazar estaba convencido de que se trataba de un claro caso de violación al deber de probidad y tocó la puerta de la PEP para que así lo hiciera constar.
La Procuraduría de la Ética Pública: todo tranqui, aquí no pasó nada
Mediante las resoluciones PEP-RES-275-2023 y PEP-RES-276-2023, la Procuraduría de la Ética Pública dio por cierto que en documentos oficiales —incluida la declaración jurada presentada por Juan Ignacio Rodríguez— se consignó que este poseía un bachillerato en Economía, dato que en efecto no correspondía con la realidad. Sin embargo, determinó que este hecho no configuraba una violación al deber de probidad y lo calificó como un asunto de “mera legalidad administrativa”.
Mera legalidad.
Una declaración jurada falsa, utilizada para ingresar al aparato estatal y posteriormente ascender hasta la Presidencia Ejecutiva del Inder, no amerita —según la PEP— sanción ética, no vulnera el principio de probidad y no enciende alarma alguna en la entidad encargada de velar por la ética pública. Es, para efectos institucionales, apenas un tecnicismo administrativo. Un detalle a ventilar en la oficina de Recursos Humanos. Una falta sin falta.
Estamos, pues, ante un precedente institucional peligroso: para la PEP, mentir en un documento público no constituye una violación a la ética si la propia institución no lo sanciona. Como si ética y legalidad caminaran por aceras distintas. Como si la probidad fuera optativa. Como si la palabra escrita, incluso bajo juramento, no significara nada.
Y todo esto no es una interpretación libre mía. La resolución lo dice, sin rodeos: “El señor Rodríguez Araya falta a la verdad en el momento de completar las ofertas de servicio [...]”. Y luego: “Reclamo de mera legalidad, ajeno al ámbito de acción de la PEP”. ¿Ajeno? ¿Mentir en un documento oficial no es asunto de la ética pública?
Y por si quedaba duda de que este es el criterio vigente, el pasado 29 de julio de 2025 la PEP volvió a referirse al caso en el oficio PEP-OFI-1871-2025. Allí reiteró lo resuelto y dejó para la posteridad esta perla:
“Todas las personas funcionarias públicas se encuentran sometidas al bloque de legalidad y al deber de probidad, pero existe la posibilidad que las disfuncionalidades o anomalías de la Administración Pública no sean intrínsecamente contrarias al deber de probidad, sino que solo sean de mera legalidad. Algunas veces, esa diferenciación no resulta ni obvia ni clara, lo cual, requiere un gran esfuerzo de apreciación por parte del operador jurídico”.
Traducido: mentir en un documento oficial puede no ser contrario a la probidad si el “operador jurídico” lo interpreta como un simple asunto de legalidad. Un criterio que, lejos de corregirse con el tiempo, la PEP ratifica casi dos años después, ya con todo el panorama sobre la mesa. Como si en este país la ética fuera un lujo teórico… y la probidad, una palabra para adornar discursos.
No exagero cuando digo que esto vacía de contenido el concepto mismo de probidad. Lo desactiva. Lo vuelve decorativo. Porque si el resguardo de la integridad en la función pública no se activa ante una declaración falsa en un proceso de contratación estatal, entonces ¿cuándo se activa?
La persistencia de don Douglas no logró una sanción, pero sí deja una huella: un espejo incómodo en el que podemos ver lo que hemos llegado a tolerar. Porque si mentir en una declaración jurada ya no amerita ni una ceja levantada de la institución encargada de velar por la conducta recta en el servicio público, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de probidad?