Durante años crecí creyendo que Costa Rica era distinta. Sabíamos que en muchos rincones de América Latina la violencia era parte del día a día, que muchos países de la región vivían sumidos en una lucha constante contra la criminalidad y el narcotráfico. Pero nosotros no. O al menos, eso era lo que me gustaba pensar.

Recuerdo que, cuando escuchábamos noticias de asesinatos, balaceras o ajustes de cuentas, siempre había una distancia cómoda entre nosotros y ellos. Decíamos con cierto alivio: “Eso pasa allá”. Y ese “allá” podía ser cualquier otro país, cualquier otro barrio, cualquier otra realidad que no fuera la nuestra. Porque aquí, en nuestra Costa Rica, todavía creíamos que la paz era parte del ADN nacional, que éramos una excepción en medio del caos.

Pero esa idea de que éramos distintos se ha venido abajo, poco a poco, a medida que una realidad dura, violenta y cada vez más cercana se volvió imposible de ignorar. Sin casi darnos cuenta, el narcotráfico comenzó a echar raíces profundas en nuestra sociedad, infiltrándose no solo en nuestras comunidades, sino también en los más altos niveles del poder. Haciendo difícil distinguir quiénes realmente luchan contra el crimen y quiénes, en secreto, colaboran con él.

Lo que antes era noticia extraordinaria, ahora es parte del resumen diario. Como si se tratara de un segmento fijo en los noticieros, entre deportes y farándula, nos cuentan cuántos fueron asesinados. Y ya no nos sorprende. Ya no nos escandaliza. Tal vez porque, en el fondo, sentimos que hemos perdido la batalla. O quizás porque hemos empezado a acostumbrarnos. Y eso, para mí, es lo más doloroso.

Porque no se trata solo de estadísticas. Detrás de cada número hay una historia truncada, una familia rota, una vida arrebatada, una comunidad que vive bajo el miedo o incluso una víctima inocente. Sin embargo, cada día parecemos más insensibles, más indiferentes. Y en mi caso, lo confieso, más desesperanzado en que esta sea la nueva realidad de Costa Rica.

Me duele pensar que pasamos de ser la excepción para formar parte de la norma. Que ahora nuestro mayor deseo sea que el número de homicidios de este año no supere al anterior. Que ver jóvenes asesinados deje de ser un horror para convertirse en rutina. Que, poco a poco, la violencia se normalice hasta volverse parte de lo habitual.

Pero me niego a aceptar que esta sea la nueva realidad de Costa Rica. No podemos resignarnos, ni mucho menos acostumbrarnos a la violencia, ni aprender a convivir con ella como si fuera parte del precio de vivir aquí. Porque hacerlo sería renunciar a lo que fuimos y a lo que aún podemos ser.

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