El atentado contra el precandidato colombiano Miguel Uribe no es un hecho aislado. Es el síntoma visible de una enfermedad política que se extiende silenciosamente por América Latina: la erosión de la convivencia democrática en contextos cada vez más polarizados, donde el adversario político se transforma en enemigo existencial.
Podríamos caer en la comodidad de pensar que en Costa Rica “eso no pasa”. Nos jactamos, no sin razón, de nuestra tradición democrática, de nuestra vocación pacífica, de una historia sin ejército. Sin embargo, ese orgullo puede convertirse en ceguera si no somos capaces de leer los signos de los tiempos.
El fenómeno es regional: discursos cada vez más radicales, desinformación disfrazada de opinión, redes sociales que privilegian la indignación sobre el argumento, y una ciudadanía cada vez más desencantada y emocionalmente manipulable. A medida que los liderazgos se vacían de contenido y se llenan de consignas, la política deja de ser un espacio de deliberación pública y se transforma en un espectáculo de lealtades ciegas y odios diseñados.
En Costa Rica, nos acercamos a un nuevo proceso electoral. Y aunque aún no hay candidaturas definidas, los discursos ya comienzan a calentar motores. Llama la atención cómo algunos actores no apelan a la razón, sino al resentimiento. No interpelan con ideas, sino con identidades cerradas. En este terreno, la lógica es simple y peligrosa: si no estás conmigo, estás contra mí. Es la misma lógica que, llevada al extremo, puede derivar en actos como el que estremeció a Colombia.
Pero la violencia política no comienza con un arma: comienza con la palabra. Con el lenguaje que degrada, que deshumaniza, que convierte al otro en caricatura. Comienza cuando los medios normalizan el escarnio, cuando las redes premian el insulto, cuando la ciudadanía deja de exigir profundidad y se conforma con frases hechas. El deterioro democrático no es abrupto; es una caída paulatina que se disfraza de “normalidad”.
Hoy más que nunca necesitamos una ciudadanía crítica, capaz de identificar la manipulación emocional, de exigir transparencia y profundidad, y de rechazar el fanatismo, venga de donde venga. La diversidad ideológica no es el problema; el problema es que ya no sabemos debatir con argumentos, sino solo con prejuicios.
No se trata de aspirar a una falsa neutralidad ni de esconder los conflictos. Se trata de reconstruir los puentes que permiten sostener la diferencia sin que esta se transforme en odio. De volver a la política como herramienta de construcción colectiva, no de destrucción del adversario.
Lo que ocurrió en Colombia no es un espejo exacto, pero sí un reflejo posible. Está en nuestras manos evitar que esa imagen se vuelva familiar. No con miedo, sino con madurez democrática.
La política puede seguir siendo el espacio del desacuerdo civilizado. Pero para que eso ocurra, debemos defender con firmeza el terreno común que nos une como sociedad: el respeto, el diálogo, la paz
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