Ayer conversé con un candidato a la presidencia de Costa Rica y con uno de los empresarios más influyentes del sector tecnológico nacional. De ese intercambio me quedó resonando una idea que, lamentablemente, rara vez ocupa lugar en los discursos de quienes aspiran a liderar el país: la urgencia de pensar políticamente el futuro.
Es cierto que la política debe atender los problemas inmediatos: seguridad, salud, educación, costo de vida. Pero también es cierto que ignorar el contexto global y lo que se avecina en materia tecnológica es una irresponsabilidad estratégica. Hoy, muy pocos aspirantes al poder integran en su análisis los avances que están por reconfigurar —de forma irreversible— la forma en que vivimos, trabajamos y nos organizamos como sociedad.
No hablo de un proyectico en la Asamblea usando ChatGPT. Hablo del impacto real y profundo de tecnologías como la inteligencia artificial (IA) y, pronto, la computación cuántica. Estas transformaciones no se limitan a automatizar empleos o agilizar trámites: amenazan con redefinir las bases mismas de la gobernanza, la salud pública, la educación, la economía y, lo más delicado, la democracia.
La inteligencia artificial ya está aquí. Nos asiste, nos sustituye, nos optimiza y también nos vigila. Pero lo que viene después —la computación cuántica— es aún más disruptivo. A diferencia de la computación clásica basada en ceros y unos, la cuántica trabaja con qubits, que pueden operar en múltiples estados al mismo tiempo. Esto habilita una capacidad de procesamiento que haría ver obsoletas a las supercomputadoras actuales. Cuando estas dos tecnologías converjan, el mundo cambiará de escala.
Y entonces, las preguntas fundamentales serán: ¿están preparados nuestros sistemas democráticos para sostenerse en ese nuevo contexto? ¿Puede una institucionalidad diseñada en el siglo XX sobrevivir a los desafíos tecnológicos del siglo XXI sin fracturarse antes de llegar al XXII?
Los próximos años verán una reconfiguración del poder global. Ya no se tratará solo de quién tiene más votos, armas o capital. Se tratará de quién controla más datos, mejores algoritmos y más infraestructura cuántica. Quienes no lo comprendan a tiempo, quedarán relegados a la irrelevancia.
Algunos gobiernos ya lo entendieron. China, Rusia, Arabia Saudita, por citar ejemplos, no ven la tecnología como un medio para mejorar la gestión pública: la han convertido en un mecanismo de control poblacional. Algoritmos que predicen comportamientos sociales, censura automatizada, vigilancia omnipresente. El rostro del autoritarismo del futuro no será una bota militar: será un dashboard.
La democracia, frente a eso, tiene dos caminos: adaptarse o ser cooptada. No hay punto medio. La IA puede ser una herramienta poderosa para fortalecer la transparencia, reducir la burocracia y acercar al ciudadano. Pero también puede amplificar sesgos, manipular información, erosionar la confianza pública e, incluso, si se rompe el cifrado actual mediante computación cuántica, comprometer la confidencialidad del voto.
Gobernar no es solo resolver los problemas del presente. Es tener la capacidad de anticipar las amenazas estructurales que aún no ocupan titulares, pero que incuban silenciosamente las crisis del mañana.
Mientras en Costa Rica seguimos debatiendo si subimos un punto del IVA o regulamos las plataformas de transporte, el mundo ya está discutiendo nuevas arquitecturas institucionales, nuevos marcos éticos y nuevas doctrinas tecnológicas. Países como Estonia, Israel o Singapur —sin petróleo, pero con soberanía digital— ya entendieron que el futuro se defiende con chips, no con discursos.
El gran problema es que la democracia corre a la velocidad del trámite, mientras la tecnología corre a la velocidad del algoritmo. Si no desarrollamos mecanismos de regulación inteligente, alianzas público-privadas orientadas a la innovación responsable y políticas masivas de educación digital, corremos el riesgo de que el poder se desplace definitivamente de los parlamentos a las juntas directivas de las grandes tecnológicas.
Aún las mejores intenciones políticas fracasan ante la magnitud del cambio que se aproxima. La política opera en ciclos de cuatro años. La tecnología lo hace en escalas de semanas. Esa asincronía es una amenaza existencial para el modelo democrático.
Costa Rica necesita liderazgo con visión de largo plazo. Necesita estadistas, no solo administradores. Un nuevo pacto intergeneracional donde el desarrollo tecnológico no se vea ni con miedo ni con ingenuidad. Donde la ética, el derecho, la política y la ciencia trabajen en conjunto. Donde comprendamos, finalmente, que la soberanía del futuro no será solo territorial: será digital, algorítmica, cuántica.
Si nuestros próximos presidentes no entienden eso, no solo estaremos comprometiendo el bienestar de las futuras generaciones. Estaremos condenándolas a la irrelevancia.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.