Rodrigo Duterte fue presidente de Filipinas entre 2016 y 2022. Pero antes de eso fue alcalde de la ciudad de Davao por más de dos décadas, donde se dio a conocer por sus políticas sangrientas y controvertidas contra el crimen.
Como todo populista exitoso, supo leer el descontento de la población contra la corrupción y el establishment, y en lugar de presentarse con propuestas integrales o planes concretos para enfrentar los grandes problemas de su país en materia de pobreza, educación, salud o incluso de seguridad ciudadana, se postuló ofreciendo solo retórica incendiaria. “Mano dura”, bajo la promesa de un país mejor a punta de bala, le fueron suficientes para ganar la elección.
Y bueno, cuando ganó hizo lo prometido. Una oleada de homicidios, encarcelamientos ilegales, ataques contra las libertades de expresión, prensa y protesta, torturas y violaciones fueron su nefasto legado en lo que él llamaba “la guerra contra las drogas” para legitimar sus acciones frente a la opinión pública filipina y la comunidad internacional. “Mi trabajo es matar”, llegó a decir este nefasto personaje que se ufanaba públicamente de compararse con Adolf Hitler, en cuyo mandato reconoció la muerte de al menos 6200 personas, pero cuya cifra podría ascender a los 27000 según organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
¿Lo peor? Que tiene sus adeptos y defensores dentro y fuera de Filipinas en esta creciente escalada internacional de desprestigio a las instituciones nacionales, especialmente las de justicia.
Y es que ese discurso lo escuchamos cada vez con más frecuencia desde todos los rincones del mundo. Autoproclamados salvadores que se creen por encima del Estado de Derecho y los sistemas democráticos ofreciendo soluciones fáciles que a la larga no son más que excusas para acabar con opositores políticos, medios de comunicación y cualquier tipo de crítica, mientras pretenden perpetuarse en el poder y enriquecer a su círculo de financistas y evidentemente a ellos mismos. Populistas autoritarios de manual.
Como bien afirma la periodista filipina, activista y Premio Nobel de la Paz 2021, Maria Ressa, en un extraordinario libro del cual recomiendo su lectura, llamado “How to Stand Up to a Dictator” (Cómo luchar contra un dictador):
(…) Escogimos a populistas incompetentes que se dedicaban a avivar nuestros temores, a dividirnos y a volvernos a los unos contra los otros, alimentando y alimentándose de nuestro miedo, nuestra indignación y nuestro odio. Estos nombraron a altos cargos que eran como ellos: su meta no era el buen gobierno, sino el poder. Mientras las termitas se alimentaban de la madera, no vimos que el suelo que pisábamos podía venirse abajo en cualquier momento. Ocupados en sus juegos de poder, esos líderes ignoraban los problemas trascendentales que exigían una respuesta global (…).”
En este libro Ressa cuenta cómo la escalada contra las libertades fundamentales en Filipinas se ejecutó no solo con el poder de las armas y la manipulación del sistema de justicia sino, especialmente, con una estrategia que incluyó la difusión de noticias falsas y discursos de odio a través de las redes sociales, puntualmente de Facebook. Suena conocido el tema, ¿verdad?
Afortunadamente Duterte fue detenido por la justicia filipina y entregado a la Corte Penal Internacional (CPI), donde deberá enfrentar cargos por crímenes de lesa humanidad cometidos tanto en su periodo presidencial como cuando siendo alcalde dirigía el llamado Escuadrón de la Muerte de Davao.
Filipinas, Estado Parte de la CPI desde el 1 de noviembre de 2011, presentó una notificación escrita de retiro del Estatuto de Roma el 17 de marzo de 2018. De conformidad con el artículo 127 del Estatuto, dicho retiro entró en vigor el 17 de marzo de 2019. No obstante, la CPI conserva su jurisdicción sobre los crímenes presuntamente cometidos en Filipinas mientras el país era Estado Parte del Estatuto. Por ello, Duterte enfrentará los crímenes de lesa humanidad cometidos entre el 1 de noviembre de 2011 y el 16 de marzo de 2019.
Ahora el reto para la CPI no es solo el de impartir justicia frente al despotismo de gobiernos de “mano dura” que se creen por encima de las leyes y de los principios básicos de garantías procesales que deben enfrentar las personas acusadas de delitos; sino sentar un precedente que sirva de desincentivo a estos populistas autoritarios sobre las consecuencias que pueden pagar por su tiranía y despotismo. Pienso en Bukele en El Salvador, pero los ejemplos abundan en el mundo.
Nadie está por encima de la ley y el fin no siempre justifica los medios. Por necesario que sea poner orden y luchar firmemente contra el narcotráfico y el crimen organizado, atropellar el Estado de Derecho solo convierte a ambas partes en criminales y delincuentes.
Como bien señala Ressa en su libro:
(…) las personas, en un país que se precipita a la autocracia, no pierden su capacidad de acción en veinticuatro horas; todos los días toman la decisión de cumplir, o no, las exigencias del autócrata (…).”
En el caso filipino, la llamada “guerra contra las drogas” fue un fracaso, así que tampoco sirve de ejemplo para justificar los crímenes. En palabras incluso de la propia vicepresidenta de Duterte, Leni Robredo:
Está muy claro que, según los datos oficiales, a pesar de los asesinatos de filipinos y de todo el dinero gastado, la cantidad de dinero procedente del shabu (especie de metanfetamina) y de la droga que hemos incautado no ha superado el 1% de lo que estaba en circulación".
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