“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos.” Antonio Gramsci

La historia del poder global es una crónica de transiciones constantes, junto con la búsqueda por concentrarlo en manos de unos pocos. Ninguna hegemonía es eterna, y el orden mundial unipolar dominado por Occidente —forjado tras la Guerra Fría y consolidado en la era del neoliberalismo global, disfrazado de globalización y fin de la historia— ha llegado a su límite. El amanecer de la multipolaridad no es un accidente ni una anomalía; es la consecuencia natural del ascenso de potencias que han logrado suficiente peso político, militar y económico para levantar la voz y desafiar el monopolio occidental en la toma de decisiones internacionales.

Sin embargo, este proceso, lejos de garantizar estabilidad, ha abierto un nuevo escenario de disputa en el que coexisten dos posibilidades: la construcción de un orden más equilibrado o la imposición de un hegemonismo reformulado. Como ocurre con cualquier fenómeno, especialmente uno de esta magnitud, la multipolaridad no es interpretada de una única manera, aunque su propósito fundamental y su destino final busquen diferenciarse del viejo orden que se desmorona.

El fin de la unipolaridad no significa automáticamente la llegada de una era de cooperación armónica entre naciones. La multipolaridad, en esta fase preliminar, es más bien un campo de batalla donde distintas potencias buscan definir los términos de este nuevo orden. De ahí la necesidad de un Yalta 2.0 ampliado. Mientras que para Rusia, China, India y otras naciones emergentes, la multipolaridad se interpreta como la soberanía real de los Estados, el respeto mutuo, el reconocimiento de sus intereses legítimos y la resistencia a las imposiciones occidentales, para Estados Unidos y ciertos sectores europeos, el concepto parece percibirse como una mera reconfiguración del poder global sin perder su papel central en la geopolítica mundial.

El conflicto en Ucrania es un claro ejemplo de esta lucha de visiones. Para el bloque occidental, esta guerra proxy ha sido una herramienta para prolongar su influencia y debilitar a Rusia, con la unipolaridad resistiéndose a morir, evitando que la última consolide su posición en el nuevo equilibrio global. Para Rusia, la confrontación no solo es una cuestión de seguridad regional, sino una batalla simbólica contra el viejo orden, en la que se juega no solo su existencia como Estado, sino también su reconocimiento como una de las potencias clave en el mundo multipolar emergente. Aunque algunos actores como Rusia, China e India ya perciben la multipolaridad como un proceso que debe fortalecer la soberanía y el respeto mutuo entre naciones, aún no hay consenso global sobre su significado final, ya que la disputa por la forma que tomará este nuevo orden parece seguir abierta.

Donald Trump ha mostrado cierto pragmatismo en su visión de las relaciones internacionales, y figuras como Marco Rubio han reconocido que Estados Unidos ya no puede seguir desempeñando el papel de policía global, desperdiciando recursos en guerras, propaganda e influencia en el extranjero a través de organizaciones como la USAID, sin obtener los beneficios esperados. Este reconocimiento, aunque parcial, sugiere una aceptación de la nueva realidad multipolar, lo cual es positivo. Sin embargo, Estados Unidos sigue sin renunciar a sus aspiraciones hegemónicas, que han definido su política exterior durante décadas. Aunque el discurso de Trump se aleja de la retórica globalista liberal de sus predecesores, su visión de la multipolaridad sigue estando profundamente arraigada en la lógica del poder y la dominación.

Sus declaraciones sobre la recuperación del Canal de Panamá, el cambio de nombre del Golfo de México e incluso su sugerencia de anexar Groenlandia evidencian que, lejos de aceptar plenamente la transición hacia un orden mundial más equilibrado, Estados Unidos sigue operando bajo un instinto expansionista disfrazado de “pragmatismo soberanista”. Esta contradicción pone en duda si realmente ha comprendido a cabalidad el nuevo escenario global o si simplemente busca adaptarlo a su favor sin renunciar a su histórica voluntad de supremacía.

Uno de los mayores riesgos en la actualidad es que Occidente logre deslegitimar la multipolaridad antes de que esta pueda terminar de consolidarse. ¿Cómo? A través de una narrativa que la presenta como un simple reparto de poder sin límites ni freno entre grandes potencias a expensas de los países más pequeños. Para muchas naciones del Sur Global, especialmente aquellas con vínculos históricos, políticos e ideológicos con Occidente, este discurso resuena con fuerza tanto en sus élites gobernantes, independientemente de sus afinidades ideológicas, como en la opinión pública.

Esta estrategia de guerra cognitiva forma parte de la resistencia de Occidente a aceptar que ya no es el centro del mundo, ni en lo político, económico, ni en la innovación. La demonización de Rusia y China, la insistencia en que el ascenso de nuevas potencias no es más que un cambio de hegemonía y la exaltación de ciertos conflictos regionales son tácticas diseñadas para generar escepticismo en los países que podrían beneficiarse de un orden internacional menos controlado por Occidente.

Si la multipolaridad es vista como un caos ingobernable donde impera la ley del más fuerte, los países más pequeños pueden terminar aferrándose a la “estabilidad” que les ofrece el viejo orden, aunque este continúe operando bajo la lógica de la imposición económica y militar. Occidente necesita que la multipolaridad fracase o, al menos, que parezca una opción inviable para justificar su permanencia como árbitro global.

En este escenario turbulento, el desafío es claro: ¿podrá la multipolaridad superar esta fase de conflictos y consolidarse como un orden estable y cooperativo, o terminará reproduciendo los mismos vicios del pasado bajo nuevas configuraciones de poder? Para evitar que la multipolaridad se convierta en un mero “hegemonismo ampliado”, es necesario aprender de los errores del proyecto moderno, que, bajo la promesa de progreso y universalidad, terminó legitimando el colonialismo e imponiendo una única visión del mundo. La oportunidad que ofrece este momento histórico es la de replantear las bases del sistema internacional, construyendo un orden donde la soberanía no sea solo un discurso vacío, sino una realidad efectiva.

Las potencias de Oriente parecen haber comprendido que el futuro no puede depender de un mero cambio de amos, sino de la construcción de un equilibrio capaz de frenar supremacismos tóxicos. Sin embargo, la transición es turbulenta y, como advertía Gramsci, en estos momentos de cambio emergen los peores monstruos, dispuestos a capturar el proceso en su favor. La multipolaridad no es una posibilidad, es una certeza. La verdadera cuestión es si se consolidará como un espacio de cooperación y respeto entre naciones soberanas o si será el preludio de una nueva lucha de hegemonías con distinto rostro. El pulso global sigue abierto, y como todo fenómeno material, la multipolaridad no está exenta de ser corrompida.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.