Durante décadas, Costa Rica vivió convencida de que estaba al margen de los grandes vaivenes geopolíticos que fracturaron a América Latina. Mientras otros países sufrían golpes, dictaduras, intervenciones externas o manipulación ideológica, Costa Rica se mantuvo firme, casi inamovible, acariciada por la idea de que su democracia, su institucionalidad y su vocación pacifista la ponían fuera de peligro. Pero esa seguridad, tan celebrada por organismos internacionales, tan repetida en discursos oficiales, empezó a resquebrajarse en silencio, mientras el mundo volvía a reordenarse bajo tensiones que recuerdan inquietantemente a los viejos tiempos de tutelaje imperial.
Y es aquí donde emerge el concepto que mi primo Patricio analiza para Chile, pero que se vuelve aún más relevante para Costa Rica: la reactivación sutil de la Doctrina Monroe, esa idea del siglo XIX según la cual Estados Unidos consideraba a América Latina su “patio trasero”, y que usó durante más de cien años para intervenir política, económica y militarmente en la región cada vez que un gobierno tomaba un rumbo que no se alineaba con los intereses norteamericanos.
Durante años creímos que esa época había quedado atrás. Que el mundo multipolar del siglo XXI la había enterrado. Pero la verdad, incómoda, inquietante y peligrosa, es que la Doctrina Monroe nunca desapareció, solo mutó. Cambió las botas militares por acuerdos comerciales, los invasores explícitos por influencias financieras, las intervenciones armadas por intervenciones mediáticas y tecnológicas. Donde antes había marines, hoy hay mercados. Donde antes había golpes de Estado patrocinados, hoy hay campañas de desestabilización política promovidas desde centros de poder que ya no requieren armas para derrocar gobiernos: basta un teléfono, una plataforma y un algoritmo.
Y Costa Rica, para su desgracia, se encuentra hoy en un punto extremadamente vulnerable a esta reedición moderna de la doctrina monroísta. Es realmente paradójico, que un país que abolió el ejército, que creyó en el multilateralismo, que fue ejemplo mundial de sostenibilidad y democracia, podría ser precisamente el más fácil de capturar por una potencia externa, lo cual no quiere decir que es por debilidad militar, sino por ingenuidad política, por desinformación ciudadana, por una clase dirigente dividida y por el ascenso de proyectos ideológicos que responden a agendas que no son propias, sino importadas.
Porque si algo caracteriza a las nuevas formas de control, y aquí Costa Rica debe abrir los ojos, es que ya no se imponen desde fuera. Se instalan desde adentro, utilizando líderes locales, discursos locales, resentimientos locales, pero bajo un libreto global.
El giro de Costa Rica hacia un proyecto con raíces chavistas conducido por un liderazgo encubierto detrás de la candidata a la presidencia, Laura Fernández, no es una anomalía aislada. Es parte de un reacomodo geopolítico donde grandes potencias compiten por influencia regional: Estados Unidos, China, Rusia, incluso bloques híbridos que financian movimientos políticos, think tanks, plataformas y campañas de desinformación.
En este contexto, la reactivación práctica de la Doctrina Monroe vuelve a tomar forma no como una frase histórica, sino como una estrategia concreta: asegurar que ningún país de la región se salga de la órbita de poder geoeconómico norteamericano… o, al contrario, impedir que alguno caiga demasiado en manos de China, Rusia o movimientos de izquierda que transformen el orden continental.
Y Costa Rica, que durante años voló bajo el radar, hoy está en el centro de esta disputa.
Porque si llegara a instalarse un gobierno con orientación chavista —o, peor aún, uno que combine autoritarismo, radicalismo ideológico y dependencia económica externa— el país perdería de inmediato su condición de neutralidad estratégica. Estados Unidos lo vería como una amenaza dentro de su zona de influencia directa. Y no solo Estados Unidos: también las potencias emergentes verían una oportunidad o un riesgo.
Ese es el escenario Monroe de Costa Rica en pleno siglo XXI: un país sin tradición militar, con instituciones desgastadas, convertido accidentalmente en pieza geopolítica.
Y ahí empieza a configurarse un riesgo mayor.
Porque mientras la población costarricense se distrae con TikTok, con Inteligencias Artificiales mal usadas, con debates superficiales, con polarización inútil, los proyectos que buscan reorientar el país hacia modelos autoritarios avanzan sin resistencia real. Avanzan porque nadie los identifica como parte de un juego geopolítico. Avanzan porque la ciudadanía ya no distingue la mano externa que mueve los hilos. Avanzan porque el país perdió la capacidad de reflexionar críticamente sobre su propio destino.
Eso explica por qué la narrativa autoritaria encaja con tanta facilidad en Costa Rica: porque no parece autoritaria al principio. Porque se presenta como “tecnocracia nueva”, como liderazgo duro, como pragmatismo sin ideología. Porque su núcleo escondido, el que carga la agenda verdadera, sabe que en un país tan confiado en su pasado democrático es mucho más fácil capturar el futuro en silencio que imponerlo a gritos, aunque los gritos también ya se han dejado oir.
Si este proyecto se instala, el escenario que se despliega es extremadamente claro para los analistas internacionales: Costa Rica se alinearía rápidamente, por necesidad económica o afinidad ideológica, con un bloque que compite con Estados Unidos en influencia regional. Eso provocaría presiones inmediatas de Washington, endurecimiento de relaciones, supervisión encubierta y posibles intervenciones indirectas en política interna.
No serían invasiones ni golpes militares, esa etapa ya pasó. Serían sanciones, bloqueos, aislamiento financiero, campañas políticas encubiertas, manipulación diplomática. La versión 2025 de la Ley Monroe.
Y mientras estos gigantes mueven piezas, el pueblo costarricense, sumido en la superficialidad digital, incapaz de unir memoria histórica con análisis presente, podría aceptar sin darse cuenta un deterioro político que lo deje atrapado entre dos fuegos:
el autoritarismo interno y el intervencionismo externo.
Ahí es cuando el país que fue ícono mundial de democracia, educación y sostenibilidad se encuentra reducido a un simple tablero donde otros deciden.
Ese es el riesgo que mi primo Patricio describe para Chile, pero que para Costa Rica resulta incluso más grave: la pérdida de autonomía política sin que el país siquiera entienda que la está perdiendo.
La Doctrina Monroe ya no necesita declararse, porque opera silenciosa, envolviendo cada país donde la democracia flaquea, y Costa Rica está flaqueando, no por enemigos externos, sino por ceguera interna.
Si este rumbo continúa, el país podría convertirse en el ejemplo perfecto de cómo una nación admirada por el mundo entregó su soberanía, su institucionalidad y su estabilidad a un proyecto político cuyo verdadero beneficiario no será nunca el pueblo costarricense.
Será otro, uno que no vive aquí, uno que ha usado a América Latina como tablero desde 1823. La pregunta que queda, y que debe incomodar a cualquiera que ame esta tierra, es dolorosamente simple:
¿Cuánto tiempo más podrá Costa Rica seguir creyendo que es invulnerable, antes de convertirse en la próxima pieza de un ajedrez que nunca supo que estaba jugando?
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