No, no hablo del juego de cartas; me refiero al duelo como aquel paradójico sentimiento que sobreviene a la pérdida. Aquella terrible pero natural experiencia que sucede luego de ser despojados del objeto amado… Un padre, una madre, un hijo, una hermana, una pareja o incluso la pérdida de una mascota puede provocarnos esa desesperación existencial que perturba al ser. Hoy quiero hablar de manera superficial del duelo; aun cuando el tema es ciertamente trillado, con el paso de los años toma más relevancia.

Hay que aclarar que me refiero al duelo provocado por la muerte, es decir, por la desaparición del ser del “otro”. No obstante, estas líneas aplican, en mayor o menor medida, a los diferentes tipos de pérdida que tiene una persona a lo largo de su vida, la pérdida de una relación amorosa, social, laboral o hasta física. La base del duelo es la misma; desarrollo el de la muerte porque supera a todas las demás. Comprender la inexistencia del otro “ser” es en cierta medida imposible, de ahí que el duelo no tienda a superarse completamente, sino a sobrellevarse. Terminas viviendo con él.

Lo denomino “paradójico” porque combina una maraña de elementos que pueden considerarse opuestos. No hay sentimiento que exponga tan desnudamente el egocentrismo (léase en el buen sentido) de un sujeto como cuando se afronta el duelo. El dolor se vuelve hacia uno mismo, se centra y se individualiza de manera particular. El sujeto debe apartarse del mundo exterior por un tiempo, pues el ser amado ya no se encuentra ahí; pierde interés, pues nada de lo existente puede devolver a lo que se amó en el plano terrenal. El desdén existencial absorbe totalmente al yo, alejándolo temporalmente de la colectividad. La vida real se vuelve ciertamente grisácea.

Desde un punto de vista freudiano, el duelo hace que perdamos el “libido” (energía psíquica) hacia el mundo y nos enfoquemos en la propia psique. “Llevamos al muerto dentro de nosotros”, justamente nos obsesionamos con la vivencia interna que tenemos de la persona fallecida, pues es la única representación que nos queda. Sabemos que parte de nosotros murió con ella, y la conversación interna con el fallecido es la única manera de “revivirla”.

Curiosamente, aun cuando este acto es completamente íntimo e individual, tal vez no hay mayor unidad familiar y comunitaria que en época de duelo. Si bien todos pasamos un proceso individual, el apoyo simpático y empático de conocidos y seres queridos (quienes también lidian con la pérdida) se fortalece. La adversidad es gradualmente contrarrestada por el dolor común. La socialización de la muerte con el luto colectivo permite una consolación mutua; es la expresión del amor social que provoca el duelo.

De ahí la importancia del ritualismo ante la pérdida. El ritual no es del muerto, es “para” el muerto. El ritualismo estructura el dolor y la comprensión de la muerte, permitiéndose exponerse materialmente a través de creencias y simbologías compartidas que alivianan la pesadez del acto. Si bien el rito católico - cristiano es el más común en nuestro medio cultural, el ritualismo funerario es una expresión universal de todas las sociedades humanas, independientemente de su religión o creencia. Todas han buscado la necesidad de un apoyo mutuo para superar la inquietud individual que provoca la desaparición de los seres queridos.

Ahora bien, el duelo no es solo paradójico porque se extrapola lo individual (que se maneja en la esfera privada) y lo colectivo (esfera pública), uniéndose en una suerte de dolor compartido con un auto saneamiento individual que es personal y atemporal. También lo es porque nos contrapone con la propia existencia.

El duelo es el sentimiento que surge al contemplar la muerte de un ser querido, es decir, del “otro”. El sentimiento nos contrapone ante su tumba y nos dice en voz baja: “Has muerto, y no puedo comprenderlo en absoluto”. La vida le reza a la muerte sin una respuesta satisfactoria.

Esto es lo que Jacques Derrida y Emmanuel Lévinas llamaron “alteridad”. La muerte junto al duelo muestran la incomprensión del otro ser; nunca podemos comprender a otra persona en su totalidad. El individuo fallecido, por más íntimo que fuese, ha experimentado morir y nunca en vida podemos entender tal situación. Esta es la alteridad absoluta.

No obstante, aun con esta limitación, sobresale una reivindicación obvia: La vida, más específicamente la vida propia y nuestra responsabilidad ética que tenemos con respecto a los que ya no están. La muerte no significa que ha terminado ese compromiso con el otro; por el contrario, bajo esta filosofía, la muerte implica que debemos seguir “cargando al muerto”, ya no de una forma melancólica, sino de una forma digna.

El duelo implica la campanada recordatoria de su memoria. Es aquí cuando la conversación interna deja de ser incapacitante y se vuelve creadora. Recordarle implica que el amor por el otro ha superado su finitud y se ha manifestado a través de la trascendencia del recuerdo individual y colectivo.

¿Por qué tendríamos esa responsabilidad? Simplemente por el acto de amar. No puede entenderse el duelo sin entender el amor. El duelo es la culminación final de todo gran amor, dice un poema anónimo de por ahí. El duelo es sumamente doloroso porque se ha amado intensamente. Más la muerte no implica el olvido sino integración; la “curación” del duelo es simplemente la transformación del amor del ser querido hacia la memoria perpetua. Aprender a amar y es aprender a morir… Espero que todos ganemos nuestro duelo.

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