Años atrás, Carlos Alvarado Quesada (por mérito propio, uno de los sujetos más incompetentes que ha llegado a ocupar la silla presidencial) orquestó y ejecutó un plan, (evidentemente impuesto por parte del Banco Mundial) para desmantelar y pauperizar el régimen de ingresos de los servidores públicos, y en particular, de aquellos que cumplen funciones en el Poder Judicial. Para ello, contó con tres importantes cómplices: dos de ellos bastante obvios (Asamblea Legislativa y medios de prensa como La Nación, Canal 7 y CrHoy) y otro, claramente inesperado, como ocurrió con la propia Corte Plena del Poder Judicial, cuyos magistrados no tuvieron reparo alguno en emplear los derechos adquiridos de los funcionarios públicos como moneda de cambio para asegurarse futuras reelecciones.

El plan descrito, supuso como primera fase, cuestionar las remuneraciones recibidas por los servidores públicos, atribuyéndoles falsamente ser la causa de la crisis fiscal del país (estado que obedecía en realidad a la altísima evasión fiscal de grandes empresas, casualmente vinculadas a los principales partidos políticos del país), lo que sirvió de terreno fértil para la normativa que poco tiempo después habría de aniquilar el régimen de empleo público existente a la fecha; todo esto, no habría sido posible sin la invaluable colaboración de la Sala Constitucional, que santificó la normativa adoptada, pese a la flagrante violación que esta suponía a derechos tutelados constitucionalmente.

En el caso de los servidores del Poder Judicial, el ataque descrito fue incluso más cruento, ya que no solo se cuestionaba el régimen de remuneración existente, sino la propia integridad de quienes administran justicia. Como institución humana, el Poder Judicial no podría resultar ajeno a fallos o actos de corrupción, situación presente en cualquier sistema de administración de justicia, pese a los esfuerzos en sentido contrario realizados por cada nación; sin embargo, lo que no podría llegar a afirmarse sin incurrir con ello en una evidente falacia de generalización, es que tales actos constituyen la regla de conducta observable en la totalidad o mayoría de los funcionarios judiciales.

Quienes así piensan, ignoran la complejidad de las funciones ejercidas por un juez, y el gran esfuerzo y sacrificio asociados a ellas: es un profesional que ha debido pasar por un largo proceso dirigido a establecer su idoneidad para el puesto, y cuyos conocimientos ha debido ampliar a lo largo de los años mediante posgrados usualmente sufragados por su propio bolsillo; debe cumplir a su vez con excesivas cargas de trabajo, normalmente establecidas arbitrariamente por tecnócratas, quienes carecen de la más elemental noción de todo el trabajo que supone dictar una "simple" sentencia.

En materia penal —por ejemplo—, esa labor de redactar sentencias normalmente debe ser desarrollada por el juez fuera de su jornada laboral, ya que las propias cargas de trabajo lo obligan a permanecer casi todo el día en debate, atento al normal desarrollo de este; pese a ello y al impacto considerable que esto supone respeto de un tiempo que debería ser dedicado a su obvio descanso, el juzgador no percibe remuneración adicional alguna por ello (pago de horas extra), debiendo sacrificar tiempo dedicado a cumplir con su obligaciones familiares o carga de estudios en favor de la "mística de trabajo" (renuncia a placeres mundanos) que se espera de él como juez.

Tampoco parece importar mucho el evidente desgaste emocional experimentado por el juzgador a partir de la naturaleza de asuntos que está llamado a conocer (particularmente, tratándose de homicidios u otro tipo de hechos cometidos en perjuicio de menores de edad), o el riesgo para su integridad física o la de su familia que un fallo por él dictado podría suponerles, sentencias que ha de fundamentar a partir de un análisis objetivo de la prueba evacuada —dentro de los límites a él impuestos por la Constitución y las leyes— y no mediante prejuicios, sospechas o consideraciones de carácter meramente subjetivo, lo que se halla por completo vedado para él. Claro que en ese proceso, podría cometer errores, pero no existe a la fecha ninguna profesión exenta de ellos; calificar tales yerros como actos de corrupción (como es usual en el análisis sesgado realizado por ciertos medios de comunicación), y extraer a partir de ello consecuencias de valor general que resten legitimidad a la administración de justicia, constituye solo una de las muchas falacias de las que esta ha sido víctima en los últimos años; empobrecer a quienes administran justicia bajo el argumento de que todos son corruptos y se encuentran sobre—remunerados, es solo una de las múltiples estrategias empleadas por la clase política para debilitar la función de límite a la arbitrariedad que históricamente ha cumplido el Poder Judicial.

Si usted no es capaz de apreciar el riesgo que para el Estado de Derecho supuso lo realizado por Carlos Alvarado Quesada y sus cómplices, no debería sorprenderle observar mañana que el régimen de sus libertades se encuentre significativamente debilitado o que usted esté siendo manipulado para aceptar como propio del interés general, lo que constituye en realidad solo la materialización de los intereses empresariales detrás del financiamiento de las diferentes campañas políticas.

Si, por el contrario, esto le resulta ya conocido, quizás sea solo porque esa es precisamente la realidad que vive nuestro país en este momento, una realidad que empeorará conforme continúen los ataques hacia el Poder Judicial y la amplia mayoría de funcionarios honestas que prestan servicios en él.

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