La noche de 28 de julio de 1969 ni Marsha P. Johnson ni las cientos de personas que se resistieron a la redada de la policía en el Stonewall Inn tenían permiso para ello.
Resistir, protestar y oponerse a la violencia y la discriminación nunca han necesitado del permiso o beneplácito de la autoridad; muchas veces complaciente, e incluso, su propia promotora. Aunque esa noche del 28 de junio no tenían permiso, les sobraba orgullo y valentía.
La Marcha del Orgullo es un acto político y de resistencia que no requiere de permisos administrativos o trámites. Es la manifestación espontánea de miles de personas, amparado en su libertad de expresión y el derecho de reunión.
Imaginémonos que Martin Luther King hubiera tenido que ir de oficina en oficina a pedir permisos para marchar junto a miles de afroamericanos para exigir un alto a la segregación racial en los Estados Unidos. Ni para marchar de Selma a Montgomery se necesitaron permisos; tampoco para ir de La Sabana a la Plaza de la Democracia.
Hoy más que nunca debemos marchar con orgullo, con la claridad de que aún el camino por la igualdad y la no discriminación es mucho más largo y empinado que el que nos tocará caminar este domingo 30 de junio.
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