Muy pronto, un día de estos o ya mismo, casi cualquiera que tenga un buen diseñador que sepa alimentar razonablemente bien a la inteligencia artificial podrá generar diseños para cubiertas de libros que hace algunos años no cualquiera podía ofrecer, ya fuera por el costo de contratar a un artista gráfico o ya fuera por no sentir la urgencia de mejores diseños. Muchos que antes se conformaban con trabajos que iban de lo modesto a lo francamente horrible, hoy podrían tener acabados que antes solo ciertas editoriales y muy contaditos autores independientes hubieran tenido.

Las cubiertas con imágenes maravillosas van a volverse tan comunes y fáciles de lograr que las editoriales, si son verdaderas editoriales, es decir, que efectúan una edición de contenido y no solo el puro trámite de publicar el libro, tendrán que innovar, lo mismo que los artistas.

Hay editoriales que por años han tenido como fortaleza la creación de imágenes originales para sus libros, con ilustraciones, fotografías o diseños de gran calidad concebidos ex profeso para ellos. Cuando hacer ilustraciones originales e imágenes ultrarrealistas se ha vuelto tan fácil y común como lo permita la IA, ¿qué pueden ofrecer las editoriales? Y más allá de la edición gráfica, ¿qué puede ofrecer el escritor si la máquina es capaz de escribir el propio texto literario? ¿Para qué un filólogo, si la IA puede efectuar la corrección del texto? ¿Para qué un editor? ¿Cuáles van a ser los nuevos pluses cuando los actuales dejen de serlo?

Siempre va a haber gente que logre distinguir entre las obras generadas por la máquina y las obras concebidas por seres humanos. Siempre va a haber quienes prefieran a ultranza esto último, así como gente que no le importe lo otro. Y, desde luego, siempre va a haber gente (de seguro mucha) que ni perciba la diferencia. Partamos de que hacemos libros para la gente que prefiere el trabajo artístico humano. ¿Qué debemos hacer los artistas, editores, filólogos y demás para no ser exterminados por la IA? La respuesta es recurrir a la intencionalidad humana y hacer lo que solo los humanos pueden hacer.

La IA no tiene miedos ni deseos, no teme hablar en público, no se ofende por nada, no sueña ni sufre por los sueños fallidos, no tiene gustos ni fobias, no tiene traumas de la infancia ni películas favoritas ni un recuerdo de su primer beso, no detesta a su papá ni desea en secreto a su prima, no sufre neurosis, no tiene adicciones, no es hombre ni mujer ni gay ni refugiada ni sobreviviente del cáncer o la guerra, no quiere matar a su jefe o al presidente, no necesita demostrar su hombría ni saborear el éxito. No tiene absolutamente nada que quiera plasmar en una obra artística. De hecho, no quiere hacer nada. Puede crear un producto artístico siguiendo patrones factorizados de obras existentes, puede imitar y combinar estilos aplicados a diferentes temas, puede diseñar construcciones estéticas donde aplique pautas vinculadas convencionalmente a ciertas emociones. Puede escribir un poema sobre la masculinidad con el estilo de Alfonsina Storni, pero no podrá escribir con su propio estilo sobre su propia masculinidad. No puede ni quiere. Solo el ser humano puede querer aplicar sus intenciones a la obra e impregnarla con su experiencia personal.

Claro que tampoco hay garantía de que una obra hecha por un humano sea buena. Simplemente, puede ser un mal artista. Y los hay por montones; en Costa Rica hay más poetas que habitantes, pero gran parte de ellos ni cosquillas le hacen a ChatGPT, si acaso pudiera sentirlas.

Me tienta pensar que los artistas más perjudicados por la IA van a ser los más ordinarios, los que hacen el arte convencional y familiar, el arte mainstream basado en fórmulas y pautas fácilmente imitables por la máquina. Tal como sucede con la piratería, que afecta más a los best sellers, la IA podría afectar mucho menos a los creadores inusuales.

Pienso en la ingente cantidad de artistas que imitan las fórmulas del arte mainstream, pero no consiguen ser mainstream. Si en Costa Rica hay demasiados, en el mundo deben de ser incontables. Todos esos jóvenes que básicamente vuelven a escribir el best seller de moda. Los veo masacrados por la máquina. O bien, podrían pedir a la máquina que les ayude a escribir. De todas formas, nunca me han parecido gente demasiado preocupada por la originalidad.

Estas implicaciones de la inteligencia artificial podrían ser el gran momento de este siglo para que los artistas se obliguen a alejarse de los rumbos comunes y, como los surrealistas o los compositores que se atrevieron con la música atonal hace poco más de cien años, buscar las nuevas formas de proyectarse del pensamiento a la materia, de la mente a la obra. Si a fin de cuentas alguien no va a ser mainstream, al menos que sea por raro y no por falta de inventiva. Que sirva la amenaza de la IA para que los artistas innoven y vayan más allá de lo inesperado.

Es aquí donde las editoriales pueden (y deberían) recuperar y defender su rol de antaño de crear, descubrir y dar a conocer las novedades artísticas. Pero hoy, muchos que se hacen llamar editores son meros administradores de la publicación del libro; es decir, lo que en inglés se llama publishers. En español no tenemos esa diferencia tan maravillosa entre editor y publisher, donde el primero se encarga de efectuar la edición del contenido y el segundo gestiona la publicación. En habla hispana, se llama editor a quien, se supone, hace ambas cosas, pero a menudo solo hace la segunda y es cuando muchos autores se preguntan si vale la pena tener un editor cuando pueden gestionar por sí mismos la publicación y ahora la máquina puede hacerles el diseño de la cubierta y la corrección del texto.

El eslabón más débil de la cadena editorial es el corrector de estilo y me pesa decir que esta debilidad surge en gran medida del propio seno del gremio. Muchos filólogos se limitan a hacer una corrección ortográfica y, cuando mucho, eliminar las erratas más notorias. Colegas: eso lo hace Word desde hace años; la IA va a barrer con ustedes. Ni hablemos de los numerosos problemas de contratar a correctores freelance: entregas tardías o incompletas, mala comunicación y trabajos defectuosos. Si ordinariamente los clientes son escépticos ante la necesidad de un filólogo, pagar lo que cobra y esperar lo que dura, imaginen ahora que la máquina puede hacer un trabajo mucho mejor, en cuestión de segundos y gratis.

Ante esto, el filólogo, el artista gráfico y sobre todo el editor deben ser auténticos intérpretes de la intencionalidad del escritor, de lo que quiso decir en su obra, y aportar a la edición del libro ese plus que la máquina es incapaz de ofrecer. Deben ser como el pianista o el director de orquesta que interpretan desde su experiencia personal la obra de un compositor y ofrecen una ejecución irrepetible.

Si bien coincido en que las editoriales y los artistas deben adaptarse a las nuevas tecnologías, también es urgente un cierto romanticismo en el trabajo artístico. No tanto en la defensa de prácticas tradicionales, sino particularmente en la expresión de la subjetividad, del yo, de la esencia humana que la inteligencia artificial no tiene.

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