Para los medievales la desidia era uno de los mayores pecados. Se trataba de un pecado contra la magnanimidad, cuando se ha perdido la aspiración por la grandeza de la vida y se cae rendido ante el “demonio de mediodía”.  Se consideraba, además, un fenómeno complejísimo en el que intervenían muchos factores, algunos internos, algunos externos.

O sea, no era simple desgano y no era simple pereza.

Era mucho más.

Santo Tomás, por ejemplo, lo asoció con una tristeza que, entre otras cosas, nos vuelve lentos. Luego, otros autores lo vincularon con algo que bien podría ser el aburrimiento. Y quizás no sería del todo disparatado decir que tenía algo que ver con la falta de asombro y con cierto escepticismo cínico que impedía maravillarse ante el misterio del mundo.

En un cuento de Ray Bradbury hay una referencia que resulta bastante propicia para ilustrar los hechizos de ese demonio del mediodía: un fantasma viaja en el Expreso a Oriente y su salud y su propia existencia se comprometen en tanto los pasajeros del tren no creen en él. Una mujer dice “No puedo creerlo” y el fantasma parece derretirse. Otra, una enfermera, por el contrario, dice “Yo sí creo” y los cachetes del fantasma se vuelven rosados y se dijera que ya casi no es un fantasma sino un hombre sanísimo.

Ahora…  ¿qué es un fantasma?

James Joyce aventura una respuesta curiosa:

es un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres”.

Pero también puede ser, como mencionó José María Gutiérrez en el programa radial La Telaraña, una sombra, una huella, un rumor, un recuerdo o, incluso, el remanente de un eritrocito del que se extrajeron hemoglobina y otras proteínas.

Jacques Sagot, en el mismo programa, mencionó que la idea del fantasma parte de una noción aristotélica del alma como versión enrarecida, arralada de la materia y, por tanto, como una forma sutilizada del cuerpo. Thomas Carlyle plantea que, de ya por sí, todos somos espíritus que han tomado un cuerpo y que luego se disuelven en el aire y se vuelven invisibles. Y a lo mejor esto último explica por qué Jurgen Ureña, cineasta y conductor de La Telaraña, se preguntaba por esos otros fantasmas cercanos, entrañables, tan próximos como los propios afectos.

La condición moderna, ciertamente, podría entenderse como un proceso a partir del cual la narrativa científica sustituyó el pensamiento mágico-religioso. Es decir, en buena medida dejamos de creer en fantasmas y empezamos a horrorizarnos, digamos, por el tipo de cambio y las fluctuaciones de la bolsa.

En el cuento de Bradbury, al final del viaje, la enfermera termina marchándose con el fantasma. Ella misma, acaso de forma voluntaria, se ha vuelto fantasma. Hoy, cuando el músculo del optimismo está tan arratonado, tal y como dicen muchos pensadores, resulta más sencillo creer en el fin del mundo que creer en un mundo mejor. Tal vez no sería mala idea volver a creer en fantasmas. Total, aunque no existan, asustan. Y de todos modos siempre valdrá la pena dejar ser tan perezosos, aburridos y desidiosos.

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