Hace casi 9 años, por una invitación y no necesariamente por convicción (en ese momento), me involucré en esfuerzos para la equidad de género sin saber exactamente la cantidad de trabajo que había -y sigue habiendo- por hacer.

Desde mi lugar de privilegio no me imaginaba las desigualdades a las que se enfrentan las mujeres. También reconozco que muchísimas conductas discriminatorias y sexistas pasaban desapercibidas ante mis ojos y en mi propia vida porque están normalizadas por mujeres y hombres en nuestra sociedad. Esto cambió muy rápidamente.

En mi trabajo comparto con mujeres de todo nivel socioeconómico, diferentes zonas geográficas y nacionalidades, que representan un abanico de posiciones y oportunidades. A lo largo del tiempo he comprobado que desafíos, vivencias y aspiraciones se repiten una y otra vez, sin importar el contexto: violencia física, sexual y psicológica, casi doble de jornadas laborales por la sobrecarga de trabajo doméstico y roles de cuido, la dificultad de balancear vida personal y trabajo y en muchas ocasiones la prohibición tácita de trabajar, realizarse y tener autonomía económica y en la toma de decisiones.

Al mismo tiempo, esas mujeres luchan incansablemente por sus familias y comunidades, realizan entregas amorosas y todas, sin excepción, tienen sueños y aspiraciones de libertad y realización personal; algunas con el optimismo de lograrlos, otras ya con desesperanza para sí, pero anhelos de que el mundo sea diferente para sus hijas y las nuevas generaciones.

Las brechas que nos faltan por cerrar demandan acciones por la equidad para luego aspirar a la igualdad de oportunidades y derechos. Estas acciones, si bien tendemos a pensar que son sólo estructurales, también se pueden llevar al ámbito comunitario, laboral y personal.

Las estructuras, sin importar el tamaño de la organización -sea país, comunidad, empresa o familia- deben replantearse su diseño, configuración y normativa de acuerdo con la realidad de las mujeres y sus necesidades. Lógicamente, para esto es indispensable que todas las personas, comenzando por quienes que tienen puestos de liderazgo, se dediquen a conocer de manera constante las vivencias y barreras que enfrentan las mujeres diariamente, sea dentro de las organizaciones o fuera de ellas, y que se incluya la perspectiva de las mujeres de todo nivel en el rediseño.

Los cambios estructurales son clave, pero no serán efectivos mientras no veamos comportamientos diferentes desde la reflexión profunda y es aquí donde todas las personas podemos y debemos hacer algo más allá de conocer las situaciones que enfrentan las mujeres.

Un primer paso es el autoconocimiento: ¿Cómo influyen los estereotipos de género en mis comportamientos con o respecto a las mujeres? ¿Qué son sesgos inconscientes? ¿Cuáles son los sesgos y estereotipos que tengo sobre ellas? Todas las personas -mujeres y hombres- crecimos con estereotipos y tenemos sesgos inconscientes, para descubrirlos, buscar espacios de educación sobre la temática y hacer consultas a personas a mi alrededor sobre mis comportamientos.

Un segundo paso es la autorreflexión: ¿Qué impacto tiene en mí comportarme desde esos paradigmas y sesgos? ¿Qué impacto tiene en las mujeres? ¿Qué impacto tiene en las personas a mi alrededor? (incluyendo mi familia, mis colegas y personas colaboradoras).

Un tercer paso es la autogestión: ¿Cuáles creencias debo y quiero derribar? ¿Cómo puedo ser una persona aliada de las mujeres?: ¿Cuáles comportamientos debo dejar y cuáles puedo adoptar?

Si bien el 8 de marzo es una fecha para conmemorar luchas pasadas y reconocer las brechas que nos falta por cerrar, es también un día propicio para el autoconocimiento y el compromiso personal con hacer cotidiana nuestra contribución a crear un mundo más equitativo, inclusivo, próspero y sostenible.

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