Cuando salió el juego Pokémon GO, se vivió una verdadera revolución, desde nuestro teléfono, pues caminando en cualquier rincón del mundo se tenía la posibilidad de “cazar” pokemones y aumentar la colección de cada “maestro Pokémon”. Es lógico que para lograr esto, los creadores del juego requirieran saber nuestra ubicación 24/7 en todo lugar. Cuando no sabemos cómo llegar a nuestro destino, abrimos Waze y este nos brinda diferentes rutas y una duración aproximada, basado en el análisis de millones de datos que sus miles de usuarios le brindan. Y como éstas, la lista de aplicaciones que usamos podría seguir y seguir, tanto que podemos ser espiados por nuestros propios celulares.

Frente a esta realidad, ¿por qué debería molestarnos que el Gobierno también acceda a nuestros datos para hacer su labor? ¿Resulta acaso hipócrita que Instagram pueda acceder a nuestras fotos, pero nos moleste que el INS nos facilite el tránsito cuando hay muchos carros esperando en un semáforo? Pues hay un elemento clave y simple en esta ecuación: nuestra libertad de decidir quién accede a nuestros datos y cuándo. Es decir, al usar la aplicación de Pokémon Go, yo tengo el derecho de decidir si quiero darle acceso a mi GPS para que en cualquier esquina me aparezca un “rattata”. Pero cuando ya no lo quiera, también puedo desactivarlo en cualquier momento y el juego pierde el acceso a mis datos. Igual pasa con esas incesantes y molestas llamadas de entidades bancarias ofreciendo préstamos, a quienes nunca les autoricé que accedieran a mi número de teléfono celular, por lo que tengo el derecho a pedirles que me borren de su base de datos y nunca me vuelvan a llamar.

Esa libertad es llamada el derecho a la autodeterminación informativa y la Sala Constitucional lo ha declarado un derecho fundamental relacionado con nuestra intimidad, y nos da la potestad de escoger quien pueda ver nuestras comunicaciones, quien entra a nuestra casa y a quien le brindamos nuestros datos.

Justamente esta libertad de elección no existe con el marchamo digital, ya que si no lo tenemos al día el Gobierno nos puede aplicar una multa e impedir que nos movilicemos con nuestro vehículo en las carreteras nacionales. Este carácter obligatorio, borra la posibilidad de brindar nuestro consentimiento y es ahí donde opera una violación a nuestra autodeterminación informativa. Según las declaraciones que el mismo Gobierno ha brindado, la tecnología RFID que tendrán las etiquetas del marchamo digital, funciona con unos localizadores que —según las mismas autoridades— se colocarán a lo largo y ancho del territorio nacional y cada vez que pasemos por estos, enviarán una señal a un servidor del INS indicando si hemos pagado o no (entre otros datos que desconocemos) y, por ende, permitiría tener un rastreo geolocalizado de donde estará movilizándose nuestro vehículo. Por ejemplo, si hay un localizador colocado en el Paseo de los Turistas, cuando mi vehículo pase por ahí, el Gobierno sabría que anduve por Puntarenas. Cuando entre al centro de San José, el Gobierno sabría si estoy violentando la restricción vehicular. Y así sucesivamente, conforme más localizadores se coloquen, a más información tendría acceso el Estado. Todo esto sin la posibilidad de negarnos o de poder revocarlo cuando queramos.

La Sala Constitucional ya ha dicho que el Estado sí puede tener acceso a datos sensibles nuestros, pero que para ello se requiere una ley que haya sido aprobada por 38 diputaciones que establezca las reglas del juego y que asegure cómo serán protegidos.

Hasta el día de hoy, el proyecto de marchamo digital despierta más dudas que certezas, y no son sólo las preguntas sobre cómo utilizarán y resguardarán nuestra información —las cuales son absolutamente necesarias y válidas— sino también el hecho de que no puede hacerse sin el proceso correspondiente de haber pasado antes por una discusión y aprobación en la Asamblea Legislativa, que es el foro establecido por la Constitución Política para que se tomen este tipo de decisiones.

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