Sí, aunque pueda sorprendernos a quienes estábamos hechos a la tradicional separación entre las fuerzas armadas mexicanas y los asuntos civiles, estamos asistiendo a una militarización ordenada por civiles “progresistas” y sin intriga diplomática del vecino históricamente incómodo.
En una última escena del latinoamericano caudillismo y afición a la fuerza que el gobierno ha venido actuando, destaca, sin embargo, una reciente reacción civilista de la Suprema Corte de Justicia, que dejó sin valor una iniciativa clave del presidente Andrés Manuel López Obrador: entregar la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional. Encomendar la seguridad policiaca a la Secretaría encargada del Ejército y de la Fuerza Aérea es contrario a la Constitución.
La Secretaría de la Defensa Nacional y la Secretaría de Marina tienen vocación militar: se ocupan del ejército y de la fuerza aérea, la primera; de la armada, la segunda. En cuanto a la Guardia Nacional, presuntamente es un cuerpo de seguridad policiaca y fue creada por el gobierno actual para sustituir a la Policía Federal.
Actividades policiacas y actividades militares tienen tiempos y características muy diferentes. Es esclarecedor distinguir, a un lado, el rutinario uso de la fuerza en los conflictos armados y, al otro lado, la fuerza como último recurso en el derecho penal doméstico —cuando no hay otra forma de hacer cumplir la ley—.
En lo civil, el recurso a la fuerza es una última instancia; en plan militar es cosa de ultimar (con ciertas limitaciones humanitarias) al adversario. Tarde o temprano las fuerzas militares enredadas en cuestiones policiacas terminan por rutinariamente ultimar al adversario.
Abordemos nuestro relato con una ojeada a la prensa de los últimos años. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió las elecciones presidenciales en 2000 después de décadas de ganarlas por las buenas o por las malas; sobre todo por estas. Le sucedieron los gobiernos conservadores de Vicente Fox y Felipe Calderón (ambos del Partido Acción Nacional, PAN). El PRI volvió la Presidencia entre 2012 y 2018.
El drama militarizante no es nuevo, pero se agudiza a partir de la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012), quien apela a las fuerzas armadas y a la retórica militar en su lucha con el crimen organizado. La administración siguiente, del PRI, no se desenganchó de la militarización. En 2018 triunfó el actual presidente, Andrés Manuel López Obrador, al frente del partido Morena (Movimiento de Regeneración Nacional) autocalificado de izquierda y que, contrariando promesas de campaña, ha fomentado los ímpetus militares.
Hoy México está topando con la desilusión de una democracia que no parece dar para que las mayorías vivan mejor, la peste del narcotráfico y otros crímenes organizados, los militares a los que la encomienda civil de lidiar con el crimen ha venido contaminando, la delincuencia común desbordada, las presiones de los Estados Unidos para que la migración sea duramente controlada a su paso por México, el juego tristón de los partidos políticos en decadencia.
La militarización es clara: el gasto militar se ha disparado y los militares se ocupan de labores policiacas que no deberían corresponderles así como de tareas evidentemente extrañas a la seguridad.
Hay “un incremento de 52% del presupuesto gubernamental destinado a los militares en los cinco años de Gobierno de López Obrador con respecto a lo destinado por la administración anterior en el mismo periodo de tiempo”.
La actual administración incrementa el presupuesto de las fuerzas armadas al tiempo que predica la frugalidad en casi todos los demás rubros, y las emplea en tareas tradicionalmente encargadas a los civiles: diversas actividades policiales preventivas y represivas, controles migratorios y aduaneros, construcción de infraestructura estratégica, administración de programas sociales.
Buena parte de la ciudadanía apoya a los militares porque desconfía de la corrupción y de la ineficiencia de los civiles e invoca la disciplina y profesionalidad de las fuerzas armadas, pero el crimen organizado inevitablemente inficiona a las fuerzas militares que lo combaten (ya vamos viendo que los militares metidos a policías se malean), faltas de éxito y violadoras de los derechos humanos:
Casi dos décadas de intervención militar en seguridad pública no han logrado poner fin a la violencia implacable de los cárteles mexicanos y han propiciado innumerables atrocidades cometidas por soldados y marinos, con casi total impunidad”
Si bien el gobierno actual ha exacerbado las tendencias a la militarización, el gobierno del PAN de Felipe Calderón (2006-2012) ya había involucrado permanentemente a las fuerzas armadas en el combate contra el narcotráfico. Al igual que hoy, éstas no han tenido los éxitos que les auguraban los amigos de la espada.
Según las cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía 121.163 personas fueron asesinadas en México entre 2007 y 2012 (Hope, 2016). En un sexenio la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes se triplicó y alcanzó niveles de 24 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2011.
La Guardia Nacional dejará de estar encuadrada en la Secretaría de Defensa, como veíamos, por reciente decisión de la Suprema Corte. Pero la militarización, por supuesto, va más allá de la mera adscripción de la Guardia Nacional a una u otra secretaría, pues “en la práctica el ejercicio de la gran mayoría de los recursos humanos, económicos y materiales requeridos para (la) creación y operación” (de la Guardia Nacional) “fue entregado a la (Secretaría de Defensa Nacional) y a la Secretaría de la Marina”.
Las poco caritativas palabras de Roger Bartra nos valen para ir concluyendo:
El gobierno actual es un “poder impotente” cuyo mejor ejemplo es “la amplia militarización que ha promovido el presidente: un poder militar muy acrecentado y extendido a funciones civiles pero incapaz de enfrentar a los narcotraficantes o de encargarse de la seguridad”.
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