Áspera, visceral, más familiar de lo que desearíamos.

El efecto secundario de ver esta película puede desencadenar días o semanas de digestión turbulenta. Así, el cine (la poesía, o el teatro) incómodo perturba nuestras lesiones, pero reacomoda el caos. Tengo sueños eléctricos (2022), ofrece -en un solo bocado- una atmósfera de un erotismo bizarro y una colectividad enferma, síntoma de ella misma y su bucle generacional. 

¿Una madre desdibujada?

Pese a los comentarios y reseñas sobre lo “insípido” o “corto” del personaje materno difiero en varios puntos. El único a tomar en cuenta reside en que esta historia está encarnada en la mirada aturdida de una adolescente en compromiso con un padre que sí se desdibuja a un hijo-hermano más en decadencia. Fuera de los diagnósticos patológicos, Eva, sin intento consciente, muta y multiplica sus roles para malabarear su relación pilar: su padre, un espejo de ella misma y del entorno social que la engendró y la confronta. 

Eva, una joven eléctrica

Parecería que el nombre “Tengo sueños eléctricos” nos da la pista fundamental. Eva, dentro de un lánguido y hostil ambiente, es una criatura audaz; una sobreviviente temeraria que, al igual que la electricidad, se encuentra en el filo de una adolescencia volátil, expuesta a cuadros perturbados e impropios. 

Eva somos muchas con un padre-nación-familia que nos avienta al agua del aprendizaje por medio del trauma. El desamparo es nuestra escuela y, a veces, elegimos a los maestros equivocados. Encima, esperan que sepamos nadar.

Padre, ¿por qué me has abandonado?

El personaje de Martín logró ser agridulce, con la melancolía suficiente para masajear nuestra memoria de las paternidades irresponsables, y perverso, para envenenar lo que debía ser vomitado.

 “No hay que tenerle miedo al dolor” -Martín. En este caso, resulta un mantra estafador, para quien se conforma cómodamente en el sillón de la tristeza; de la añoranza de ser más “humano”, pero no incomodarse en el intento. Y, así, todo queda justificado.

Verlo es un flashback a la depravación y nostalgia de la era del rock, las cantinas, un San José impregnado a tabaco, periódicos, un desorden casi consanguíneo. 

Irónicamente, tenía que ser poeta, como para traducir -de alguna forma digerible- el padecimiento (que nunca se menciona, pero se sensorializa) de un profeta pródigo arrepentido, ahogado en su victimismo, devuelto a su cuna infantil en una excursión en busca respuestas; un ser extraviado, llevándose todo a su paso, como un huracán que deja secuelas, pero sabe irse.

Si la rabia no nos pertenece, ¿a quién, entonces?

Más allá de la pretensión de adoctrinamiento o moralismos, Maurel exhibe sin anestesia alguna, una familia-sociedad a punto de ebullición en un ambiente del cual participamos todos; revuelto y vicioso, pero sin culpables. Solo la incómoda contemplación de un germen que nos carcome lento y nos atraviesa. 

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