La igualdad de género no solo es un derecho humano fundamental, sino que constituye una de las bases para construir un mundo más justo, pacífico, próspero y sostenible, tal como se establece en los Objetivos del Desarrollo Sostenible.

Una condición para alcanzarla es la paridad, que se refiere a garantizar una participación y representación equilibrada de hombres y mujeres en las posiciones de poder y toma de decisiones. Más aún, el grado de paridad en las instituciones políticas y económicas se considera un indicador de la calidad democrática de los países.

Si bien en esta década se han dado importantes avances hacia la igualdad de géneros en términos de paridad y equidad, todavía persisten grandes desafíos que requieren del compromiso de todos los sectores de la sociedad. En este sentido, las empresas pueden jugar un papel muy importante para impulsar una evolución cultural a un nivel más profundo.

¿Qué está pasando en el mundo corporativo?

En la esfera privada podemos ver cada vez más a mujeres ocupando puestos de responsabilidad. Sin embargo, las empresas están todavía lejos de alcanzar la meta. Aun cuando la paridad de género es y debe ser un tema de agenda que redundará en mejores resultados, propongo pensar el tema en el nivel de los modelos mentales colectivos, sobre lo que significa liderar una organización hoy.

Prácticamente todas las organizaciones se encuentran en un proceso de transformación, ya sea por un cambio en sus modelos de negocio, la incorporación de nuevas tecnologías, la redefinición de su propósito o la evolución de sus estructuras a modelos más líquidos. En esta línea, la evidencia muestra cómo el modelo de liderazgo tradicional comienza a percibirse como inviable e insostenible.

Este liderazgo implicaba una serie de atributos que, tanto desde lo conceptual, como desde lo semántico, remiten al mundo de lo masculino: un estilo duro, dominante, territorial, que empuja al logro de resultados, donde cuanto más grande el presupuesto o la dotación de gente en la estructura, más poder. La jerarquía, la escisión entre el mundo del trabajo y el ámbito personal y la verticalidad también son parte de esta cultura tradicional, donde está muy claro quién está abajo y quién va arriba.

Este modelo se apoya fuertemente en lo que denominamos estrategias de push o empuje para hacer que las cosas pasen. Lo paradójico de estas estrategias es, entre otras, su mirada miope, ya que genera círculos viciosos que deterioran no sólo a las personas y la cultura organizacional, sino también y, sobre todo, los resultados a mediano y largo plazo.

Como dice el principio de acción y reacción: “A toda fuerza se le opone otra de igual intensidad y de sentido contrario”. En las organizaciones pasa exactamente lo mismo. En otros términos, la presión genera resistencia al cambio. Se ve claramente la paradoja: cuanto más empujamos al sistema, más el sistema empuja con igual intensidad en sentido contrario, porque a nadie le gusta que lo empujen, o que lo fuercen a cambiar.

Desde este modelo tradicional, el líder, en lugar de gestionar la resistencia, la potencia sin siquiera darse cuenta de que es su propio accionar el que la causa. En síntesis, este enfoque produce gente desmotivada y sin propósito, que no se siente escuchada ni valorada, con bajos niveles de compromiso y con contratos transaccionales con la organización, donde trabaja lo mínimo necesario para mantener su puesto. Esta dinámica lleva a la empresa a tener que incrementar los controles, las amenazas y los incentivos, que terminan siendo poco eficientes y efectivos.

En el otro lado de la mesa, ha empezado a gestarse un cambio de paradigma hacia un liderazgo basado en estrategias pull, de atracción, que apuntan a involucrar a la gente en el cambio, haciendo atractiva la propuesta de valor y dándoles espacios reales de participación.

Intervienen aquí un set de cualidades culturalmente asociadas con lo femenino: receptividad, capacidad de observación sistémica, empatía, apertura (que es la base de la influencia), integración, escucha activa y, sobre todo, sensibilidad. Estos son los condimentos imprescindibles para atraer a la gente al cambio y hacerla parte real de la transformación. Como resultado, las personas ya no actúan para el jefe; lo hacen por ellas y con el deseo de aportar su capacidad y experiencia al servicio de la organización, de sus compañeros y de ellas mismas.

La evolución del liderazgo

El cambio de paradigma hacia un liderazgo que desarrolle e integre de forma sistemática estos atributos es lento, pero continuo. El avance se da principalmente en el campo del discurso, pero aún con dificultades, y más tímidamente en el campo de la acción organizacional.

Para evolucionar es imprescindible un cambio de mindset de liderazgo. Hoy conviven en las organizaciones ambos estilos en diferentes proporciones que se entretejen.

No se trata de descartar todo lo anterior, sino de abrirse a la posibilidad de enriquecerlo para dar lugar a una nueva mentalidad de liderazgo que contemple las cualidades de tono masculino, potenciadas en conjugación con aquellas culturalmente asociadas a lo femenino, en una combinación superadora que contribuya a romper con los antagonismos.

Siendo el liderazgo uno, si no el más importante, de los impulsores de la transformación cultural, la invitación es a revisar nuestras prácticas de liderazgo y los modelos mentales que las sustentan con apertura y valentía, para redefinir la forma en que lideramos las organizaciones. No hay transformación cultural si no hay transformación personal.

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