El artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos reza:

Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad, ya sea por sí sola o en comunidad con otros y en público o en privado, de manifestar su religión o creencia en la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.”

Ese derecho es digno de defensa, así es si el creyente es cristiano, budista o si le complace creer que dios “es mujer y negra”, como se leía en un grafiti parisino. Este derecho cubre también a las personas ateas y agnósticas, en tanto garantiza también la libertad de pensamiento. Según el  Pew Research Center un 16,5% de personas, en 2017, no tenía religión. Esa cifra no es para nada deleznable si se piensa que, como tendencia de pensamiento está en el tercer lugar, después del cristianismo con un 32% y el islam con un 23%.

Los ateos y los agnósticos no se esconden, pero tampoco se ven, precisamente porque la ausencia de creencias religiosas no tiene signos externos. En una sociedad civilizada deberían vivir en paz tanto los religiosos como los que no tienen religión, pero la tendencia de las religiones, para nada nueva en la historia, es dificultar la vida de los no religiosos.

En Costa Rica, existe prohibición de que motivos religiosos se mezclen con la política electoral, buena idea, porque los púlpitos son lugares apropiados para dirigir la fe, pero suelen volverse sitios de oprobio cuando se dedican a la arenga política y pretenden controlar las decisiones que se aplicarán a toda la población civil. No obstante, malos cálculos políticos e interpretaciones irresponsables han dado paso a la presencia de grupos religiosos en la política nacional, cuya agenda está teñida con principios y valores religiosos que no comparte toda la población.

En las últimas elecciones nacionales tuvimos en segunda ronda a los candidatos haciendo acuerdos con iglesias en descarado y lamentable reconocimiento del caudal electoral de estas. Así como las iglesias no deberían interferir en asuntos políticos, los asuntos políticos no deberían buscar el cobijo de las iglesias.

Todos los intentos de mezclar religión y política han salido bastante mal, ¿Por qué no aprendemos de una vez? La separación de lo laico y lo religioso es salud para una democracia. No por nada Benazir Bhutto dijo “Todos los dictadores utilizan la religión como apoyo para mantenerse en el poder.”

La separación de lo público y lo religioso no es persecución religiosa es solo poner en su justo lugar las cosas. Las religiones, así en plural y sin distingo, pueden ofrecer fe, pueden hacer labor social, pueden crecer y multiplicarse a gusto de sus fieles, pero no deberían aspirar al poder.

En Costa Rica, la revisión de la Norma Técnica para el aborto impune en contubernio con curas y pastores es una vergüenza y una bofetada de la presente administración para las costarricenses. Un ser “en proyecto” vale más que la salud de una mujer con metas, con responsabilidades, que está ejerciendo su vida. Pero, en fin, ya sabíamos que el respeto a las mujeres no es el fuerte de Rodrigo Chaves.

Sabemos además que la Alianza Evangélica da directrices a la señora Müller, ministra de Educación Pública, de momento sabemos del cambio del logo del ministerio, aunque ella lo niegue, pero tenemos que estar atentos a los efectos del “proceso de revisión” de lo que haya hecho antes el MEP, emprendido por dicha alianza y espero que su “sueño” de tener dos lugares en el Consejo Superior de Educación se quede en el ámbito de lo onírico. Nuestra legislación es clara al respecto y las decisiones sobre la educación formal de nuestros niños y jóvenes deben darse desde lo secular, de la mano con las ciencias, las letras, las artes y, sobre todo, la pedagogía. La religión debe ser impartida en los templos y para aquellos que voluntariamente la acepten.

La semana pasada nos dejó más agrios pensamientos, el golpe a los derechos reproductivos femeninos en Estados Unidos, que tiene sus raíces en la confusión de valores públicos y valores religiosos, tan cuestionables como su adalid, Donald Trump, es una involución de medio siglo. Además, en la misma semana en que se cercenó el derecho a las mujeres estadounidenses de decidir sobre sus cuerpos, se consagra el “sacrosanto” derecho a tener armas (“no lo mate, nosotros se lo matamos después”), no me digan a mí que esto es “provida”. Ya se relamen los fundamentalistas con acabar con otras reivindicaciones, a eso se dedican: a imponer, a coartar, a hacer, lo que parece que creyeran no puede hacer su Dios: juzgar.

El avance del fundamentalismo en muchas partes del mundo es una amenaza, para las mujeres, para las personas no heterosexuales, para la educación y para la armonía social. No podemos tener oídos sordos frente a un fenómeno cuyos estragos pueden llevarnos a la más profunda oscuridad.

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