Desde una perspectiva histórico-cultural, nada de lo que llegamos a ser se construye solo. Todo proceso formativo ocurre siempre en relación con otros, en medio de las realidades sociales que nos rodean —expectativas, desigualdades, oportunidades y las historias que interiorizamos casi sin darnos cuenta—. Como parte del mismo entramado social, la universidad también se ve influida por narrativas como la competencia, la comparación, el mérito reducido a cifras y la urgencia por «ganar» a toda costa.

Paradójicamente, en sociedades donde la educación es hoy más accesible, también crecen la violencia y ciertas conductas erráticas. Las denominadas funciones ejecutivas (funciones mentales de orden superior) —como la autorregulación, el control de los impulsos, la planificación y la flexibilidad cognitiva, entre otras— no se desarrollan de manera espontánea, sino a través de la mediación social y cultural. Estas funciones sostienen procesos más complejos, entre ellos la toma de decisiones éticas y la capacidad de distinguir lo justo de lo injusto. Su maduración depende tanto del ambiente educativo como de las condiciones afectivas y sociales que rodean la vida de cada persona.

Nazareth Castellanos, neurocientífica española, ha mostrado cómo la ternura, el contacto temprano, la cuna y el cuidado —a los que con frecuencia se les otorga un valor secundario— constituyen, en realidad, cimientos neurobiológicos del equilibrio emocional y de la regulación interna. Cuando estos vínculos faltan o se debilitan, también se vuelve más frágil la capacidad de autorregularse y de actuar con conciencia. Así, una persona puede tener muchos años de estudio y, aun así, tener grandes dificultades para regular su conducta, pensar en los demás o anticipar las consecuencias de lo que hace. Basta ver las noticias de nuestro país para comprenderlo.

En este contexto, inquieta ver cómo todavía se alimenta en algunos escenarios la idea de que estudiar es solo acumular puntos para pasar de nivel, y no un proceso de transformación personal, pese a que lo aprendido debiera ayudarnos a ser una mejor versión de nosotros mismos.

Por eso surgen discusiones por décimas, por porcentajes y, a veces, la búsqueda de salidas fáciles. Pero hay un hecho innegable: la nota no entra al aula, al hospital, al tribunal, al taller, al campo, al medio de comunicación, al aula de educación especial, a la obra de construcción o a la empresa; tampoco al Ejecutivo. Entra la persona. Y entra con lo que realmente sabe y es.

Por supuesto, esto no resta valor al esfuerzo de quienes obtienen notas altas; solo recuerda que la excelencia es más que un número.  Ahora bien, quien intenta «ganar» con trampa en la universidad, aunque obtenga un resultado alto, ya se está alejando de la oportunidad de formarse de verdad. Cuando el estudio se reduce a obtener un grado, un título o una mención «como sea», el aprendizaje deja de ser formación. Porque el camino recorrido para llegar a una meta es tan o más importante que la meta misma: ahí es donde se construyen la ética, la disciplina y la capacidad de aprender para toda la vida.

La nota por sí sola no constituye retroalimentación formativa. Suele promover la comparación y el énfasis en el resultado antes que en el proceso, como ha señalado el neurocientífico francés Stanislas Dehaene. La nota clasifica, pero no le dice al cerebro qué mejorar ni cómo aprender del error.

En teoría educativa se sostiene que la enseñanza y el aprendizaje se sincronizan cuando el esfuerzo del estudiantado es congruente con el del cuerpo docente. Esa correspondencia es la que vuelve fecundo el acto educativo. Sin embargo, hoy, en más situaciones de las que quisiéramos, esa sincronía se ha debilitado: se esperan grandes resultados con poco esfuerzo. Esta lógica no surge de la nada; responde a un sistema de prácticas, mensajes e incentivos —sociales, institucionales y culturales— que alimenta la idea de «dar lo menos y esperar lo máximo». Cuando ese sistema se normaliza, termina siendo también corresponsable de lo que ocurre actualmente en educación.

En ese mismo contexto, también aparecen con rapidez expresiones como «no comprendo», que en algunos casos, surgen antes incluso de realizar la lectura o el trabajo previo necesario. No siempre reflejan una dificultad real, sino la ausencia de un proceso sostenido de acercamiento al texto o al tema en estudio. Estos «no comprendo» tan adelantados se alimentan, en buena medida, de una cultura de gratificación inmediata, donde la incomodidad se evita y el esfuerzo se posterga. La postergación de la gratificación, en cambio, se aprende en el vínculo temprano: en la familia que acompaña sin resolver todo de inmediato y en la escuela que exige con firmeza y sentido. No es solo un asunto de voluntad individual; es una construcción social y afectiva.

Desde siempre hemos exaltado a los mejores promedios como si ese dato fuera, por sí mismo, sinónimo de grandeza humana, conciencia social o liderazgo, aun cuando sabemos que no siempre —ni necesariamente— es así, aunque existan valiosas excepciones. Este énfasis no es casual: proviene de modelos educativos y productivos que, aun reconociendo que proceso y resultado están estrechamente ligados, han terminado valorando más lo medible que lo significativo, más el resultado que el proceso y más la competencia que la cooperación. De este modo, el mérito quedó reducido a un número y la idea de liderazgo llegó a entenderse, en muchas ocasiones, como una consecuencia del rendimiento académico.

En esta lógica, una décima o un punto puede volverse decisivo, aunque no siempre refleje el mismo nivel de compromiso. Quien queda fuera «por poco» no necesariamente trabajó igual ni tuvo las mismas oportunidades. Cuando solo se mira el número final, se pierde de vista el esfuerzo constante y se olvida que detrás de cada resultado hay decisiones, constancia —o la falta de ella— y oportunidades aprovechadas o desaprovechadas. En esa misma lógica quedan también quienes, aun esforzándose, no logran ingresar a la universidad o quedan por debajo del promedio requerido, como si su lugar en la vida quedara definido por un número.

El conocimiento que no toca la vida de otros queda incompleto. Saber no es solo entender; es hacerse cargo de lo entendido. Una educación que impulsa logros individuales, pero no la contribución al bien común pierde su raíz ética.

La neurociencia muestra que aprender no es solo memorizar, sino cambiar cómo funciona el cerebro. Y cuando el aprendizaje es real, cambia a la persona. Por eso, cuando un estudiante estudia únicamente para pasar, para subir un promedio o para «quedar bien», el cerebro aprende a cumplir, no a pensar; a responder, no a comprender; a repetir, no a crear. Se aprende a rendir, pero no siempre a reflexionar sobre lo que se hace.

También por eso, incomodar forma parte del trabajo educativo. El aprendizaje verdadero casi nunca ocurre en la zona de comodidad. Exige revisar hábitos, cuestionar creencias, enfrentar la frustración y dejar de buscar salidas fáciles. No siempre se agradece en el momento, y a veces no se agradece nunca. Pero sin esa incomodidad, la universidad corre el riesgo de convertirse en una fábrica de títulos y no en un espacio de formación humana.

Todo esto influye en los líderes que estamos formando. Por eso no podemos permitir que los números desplacen otras capacidades igual de importantes: acompañar procesos, leer los contextos, trabajar con otros y enfrentar los conflictos sin romper los vínculos. Llegar a un puesto por méritos técnicos o por cifras no garantiza, por sí solo, una verdadera comprensión de lo humano en las instituciones.

Liderar no es solo ocupar un cargo; es ayudar a que otros crezcan. No es brillar uno, es hacer brillar a otros. El verdadero liderazgo no se expresa en un promedio, sino en cómo una persona usa lo que sabe, cómo se relaciona con los demás, a quién incluye y qué logra transformar a su paso.

Quizá por eso, la educación universitaria necesita volver, con urgencia, a una pregunta esencial: ¿formamos personas para competir mejor o para vivir mejor —juntos—? Porque, al final, lo que permanece no es la nota registrada en un sistema, sino la huella que cada quien deja en la vida de otros. Y esa huella no se mide en puntos.

No necesitamos estudiantes perfectos, sino estudiantes que quieran ser mejores. La perfección frena; la mejora transforma. Es una contradicción que, en un país que impulsa el desarrollo sostenible, no se comprenda que la sostenibilidad nace de colaborar y no de competir; que poco aporta proclamarse «el mejor», «el número 1» o «el líder» si con ello no mejora nadie más ni el entorno que habitamos.

Al final, la tarea de la universidad no es producir individuos que compitan entre sí, sino ciudadanos capaces de sostener la vida en común. No estamos llamados a ser perfectos, sino a ser mejores: más responsables, más cooperativos, más capaces de cuidar lo que nos une. La verdadera medida de nuestra formación no está en el número que nos asignan, sino en la capacidad de ampliar el bien que hacemos. Porque un país se construye cuando cada persona entiende que su saber no es un trofeo, sino un servicio.

También es necesario admitir que, incluso en espacios dedicados a formar, persisten modos de actuar que apelan más al temor que a la conciencia. Se impulsa más el cumplimiento que la comprensión, más la respuesta rápida que la reflexión. Y, sin darnos cuenta, reproducimos prácticas que limitan la autonomía y reducen la capacidad de decidir con criterio propio. Pero una educación comprometida con la transformación social debería avanzar justo en sentido contrario: favorecer que cada persona comprenda su experiencia, nombre lo que vive y abra caminos para actuar de manera más libre y más consciente junto a otros.

Tal vez por eso, aun con más títulos y más años de estudio, no siempre vemos una ciudadanía más lúcida en momentos decisivos. Sumar notas no garantiza pensar mejor. La educación que transforma no se mide en cifras, sino en la calidad de las decisiones que tomamos como sociedad.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.