La objeción de conciencia es uno de los temas que dentro de la Asamblea Legislativa se han tratado recientemente. En la actualidad existen dos inclusiones de esta figura jurídica: una es en el proyecto de Ley Marco de Empleo Público (21.336), donde se presenta como una herramienta que podrían invocar los funcionarios para abstenerse de asistir a programas de capacitación que consideren opuestos a sus convicciones religiosas, éticas y morales; y otra se da en el proyecto de Ley para Tutelar la Objeción de Conciencia e Ideario (22.006), el cual hace pocos días fue dictaminado afirmativamente por la Comisión de Gobierno y Administración.

A todo esto, la pregunta lógica es: ¿Qué es la objeción de conciencia y qué alcances tiene? ¿Es verdaderamente el proyecto de ley 22.006 el “más vanguardista en la protección de los Derechos Humanos” —como afirma su proponente Jonathan Prendas— o más bien puede perjudicar a poblaciones en condición de vulnerabilidad?

Como indica el filósofo Helio Gallardo: “La libertad de conciencia religiosa (…) es, entonces, antecedente constructivo de la libertad de conciencia y de su prolongación en una objeción de conciencia.”. Es decir, para comprender qué es lo que se puede objetar es necesario entender a qué refiere la libertad previa que posibilita que exista una contradicción entre una determinada actividad y la subjetividad de cada persona. De esta manera, diferentes mecanismos de protección de los Derechos Humanos que integran a su vez nuestro bloque de constitucionalidad, tales como el artículo el 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el 12 de la Convención Americana de Derechos Humanos, indican que:

Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y de religión.  Este derecho implica la libertad de conservar su religión o sus creencias, o de cambiar de religión o de creencias, así como la libertad de profesar y divulgar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado.

Ahora bien, aunque esta objeción de conciencia provenga tanto de una legislación positiva, que la faculta, como de una creencia religiosa (en muchos casos), el maestro Gallardo sí realiza una diferenciación al indicar que, en lo esencial, la “libertad” proveniente de la devoción a otro ser no es tal; sino que alude más bien a una subordinación a ese ente superior, la cual acaba en que el objetor reconozca y acepte lo que el credo profesa y lo adopte como parte de su libre albedrío.

Por otra parte, la objeción de conciencia que autoriza la legislación citada supra (así como los artículos 28 y 29 de la Constitución Política y la jurisprudencia de la Sala Constitucional, ver Resolución Nº 01619 del 24 de enero del 2020) no se somete a un orden superior, sino que surge de cada individuo porque su subjetividad le exige actuar de cierta forma.

Claro está que en la práctica la diferencia no se observa claramente, y que basta con analizar los alegatos de los objetores para notar que ambos tipos de libertades confluyen en cada argumento, en los que no faltan las referencias a normativa, pero tampoco el intento de hacer pasar su objeción como un deseo generalizado, como realizó un juez del Juzgado Notarial en el 2020 al invocar la “defensa de los intereses difusos, en nombre de todo el colectivo judicial que profesa la fe católica, cristiana evangélica, judía, musulmana (…)”.

Así las cosas, al analizar la jurisprudencia nacional (en especial el voto ya citado) también surgen elementos importantes de considerar. Por un lado, es necesario tener claridad de que el fuero de conciencia no es semejante a la mera opinión personal, lo cual es la única justificante para que funcionarios públicos que comparten un credo puedan opinar distinto en cuanto a si llevan a cabo determinada diligencia (que por lo general implica a poblaciones vulnerables), ya sea un matrimonio de una pareja de la población LGBTIQ+ o un aborto terapéutico en el que peligra la vida de la madre.

Además, hay que considerar que los funcionarios públicos se encuentran bajo una relación de sujeción especial, lo que quiere decir que deben cumplir los supuestos fácticos y jurídicos que el ordenamiento les manda, máxime considerando que como “simples depositarios de la ley” (art. 11 de la Constitución) deben prestar el juramento constitucional al ingresar a la función pública. Como esto no elimina el derecho humano a la objeción de conciencia es necesario clarificar una forma de armonizarlos, lo cual no es fácil, pero sí que podría ser un avance el autorizar la invocación de este derecho cuando la actividad sobreviene al inicio de la función pública y no cuando el funcionario la alega sabiendo de previo que tal labor se encontraba dentro de sus funciones. Así, hay que recordar que como ha manifestado la Sala Constitucional:

Los derechos humanos no son absolutos, pues tienen limitaciones necesarias para proteger otros derechos. Esto aplica para la libertad de conciencia o de culto, que se limita cuando impide el disfrute de otro derecho de igual rango por parte de terceros, como es el derecho a la no discriminación y el acceso a la justicia.

Al enfocarse en ambos proyectos de ley cabe decir que el proyecto 21.336 no es per se una herramienta discriminatoria, puesto que el no capacitarse no implica necesariamente la transgresión a alguno de los principios fundamentales de la administración pública, aunque sí que puede dar una idea de cuál será el rumbo a tomar por determinado funcionario.

Por otro lado, el proyecto 22.006 parece extender este derecho a tal punto en que no encuentre límites, además de incluir conceptos jurídicos indeterminados como “creencias sinceramente mantenidas”; y la peligrosa, y no reconocida por ningún cuerpo normativo, “objeción de ideario” que otorga derecho a personas jurídicas de invocar el derecho para no celebrar contratos y no realizar actos o prestar servicios cuando consideren que atenta contra sus principios, pudiendo preverse eventuales discriminaciones a trabajadores y usuarios que no compartan las creencias de la institución. De esta manera, este proyecto tiene una notable inclinación a violar la CADH, principalmente en su artículo 12, inciso 3.

Llegado a este punto, se debe decir que la objeción de conciencia no significa en sí violación a los derechos de poblaciones vulnerables, aunque este sea lamentablemente el giro que se le ha dado en la Asamblea Legislativa. La bondad de esta figura dependerá más bien del uso que se le dé; sin embargo, cuando esta represente una violación a los derechos de otros deberá ser el mismo Estado quien encuentre eficientemente un sustituto que cumpla con esa función con el fin de garantizar los fines del servicio público, o en caso negativo será este quien deba ser responsabilizado.

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